Demasiado discursivo
A Ibsen no le gustaba que lo definieran como feminista porque entendía su tarea más allá de los sexos y, decía, se veía a sí mismo más como un poeta que intenta expresar el drama del alma humana que como un filósofo social.
Libertador de mujeres o no, la cuestión es que sus personajes femeninos han dado mucho que hablar: Nora Helmer por su portazo, Hedda Gabler por su disparo y Rita Allmers, que es la que nos ocupa, por la fogosa pasión que siente por su marido y los celos terribles que alberga hacia el hijo de ambos, hasta el punto de llegar a desear la muerte del pequeño. Y el pequeño Eiolf, el niño de nueve años que arrastra una cojera permanente desde que sufrió un accidente cuando era un bebé, muere. Y lo hace, además, en el primer acto. El resto de la obra lo componen, por una parte, la explicación a esos celos, que se deben a la relación de Alfred, el marido, con Asta, su supuesta hermana por parte de padre, a quien él de pequeño llamaba Eiolf, y por otra, las posteriores divagaciones sobre el sentido de la muerte del niño y, por tanto, el sentido de la vida y de la vocación profesional, sobre el vacío que les queda y cómo llenarlo, etcétera, todo ello junto a la expresión de los sentimientos de remordimiento, culpa, venganza o egoísmo que la nueva situación les genera.
EL PETIT EIOLF
Ibsen. Traducción y dirección: Toni Casares. Con Òscar Muñoz, Alícia González Laá, Sara Rosa Losilla,
Aina Huguet, Albert Prat y Jesusa Andany. Sala Beckett. Barcelona,
13 de abril.
Toni Casares comenta en el programa de mano que El petit Eiolf (1894) ha sido una obra injustamente ignorada en nuestro país. Y es cierto, pero puede que esa omisión se deba al carácter discursivo de la misma. Mientras que en Casa de muñecas o Hedda Gabler todo conduce hacia la acción final, el portazo o el disparo, en este texto tardío del autor noruego la tragedia se da casi de entrada, por lo que el peso de la obra recae en las reflexiones de los personajes que se originan como consecuencia. Poca acción, por tanto, y mucho simbolismo tras las también muchas palabras. En ese sentido, el montaje de Casares no acaba de presentar ese discurso con la fuerza que el texto requiere para que la función no decaiga. Los intérpretes plantean bien sus personajes, pero sin emocionar, como si no los desarrollaran del todo. De todos ellos destaca el trabajo de la menuda Sara Rosa Losilla, que, con su traje de pantalón corto, su corte de pelo y su mirada clara, parece verdaderamente un chiquillo extraviado.
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