Baltasar Garzón y el 'caso Dreyfus'
A la vista del curso que están siguiendo los diversos asuntos que se están instruyendo contra el magistrado Baltasar Garzón, y sobre todo del contenido de los recientes autos dictados contra él en el asunto de las escuchas del caso Gürtel, y desde mi condición de jurista que confía en la justicia, debo advertir que hay apariencias de que existen o pueden existir personas que están llevando adelante una estrategia deliberada y por completo antijurídica e inmoral para apartar al magistrado de la carrera judicial.
Y ello lo hago porque existe un notable y alarmante parecido entre los diversos procesos, curiosamente coincidentes en el tiempo, contra el magistrado Baltasar Garzón, y el tristemente conocido caso Dreyfus, seguido en Francia a finales del siglo XIX contra un honrado militar, por razones desgraciadamente antisemitas, y sobre todo, por el deseo de hacer prevalecer ante todo el prestigio de una institución -en aquel caso, el Ejército- frente al derecho a la verdad. Y ello a través del proceso penal, utilizado contra natura no para hacer justicia, sino para otros fines, y por tanto por completo desnaturalizado, y así alejado de su legítima función.
Como en el juicio al militar francés, la manipulación del instrumento procesal es notoria
El derecho a la verdad está por encima de la institución judicial
En aquel caso, se trató de mantener un error judicial inicial a cualquier precio, con el designio de que el prestigio de una institución considerada intocable -el Ejército francés- prevaleciera sobre la verdad de la inocencia del capitán Alfred Dreyfus, cuya condición judía le hacía incompatible para algunos con el concepto de "nobleza" de la institución militar, y perfecto chivo expiatorio para los propios errores de la misma, ya que ello le hacía sospechoso como auténtico "patriota".
En nuestro caso, la institución que paradójicamente parece ser que trata de salvar su prestigio frente al perseguido es la institución judicial; y el perseguido se ha distinguido o singularizado, en forma quizá escandalosa a juicio de los que en este caso pudieran estar utilizando para este fin a esta institución, no por una búsqueda subjetivista de la justicia, con desprecio de la ley, ya que la ley es superior al juez; sino por algo previo y fundamental, y propio de su concreto puesto de juez de instrucción: el derecho a la verdad, que les debe parecer despreciable a los que le persiguen, en comparación con el prestigio de la institución judicial en sí misma.
Es de ver en efecto, y no solo para un experto en Derecho sino para cualquier ciudadano con cierto conocimiento de la historia, que las resoluciones judiciales incriminatorias que se están sucediendo son resoluciones excesivas y retóricas, llenas de argumentos filosóficos y literarios que además parecen expresar, no la interpretación de la ley, sino la opinión personal de sus autores, contra los cánones tradicionales de la prudentia iuris. Y su deno-minador común parece ser el mismo: se persigue a un juez por algo que se considera peligroso: se ha señalado o distinguido públicamente en buscar la verdad; en un caso (Memoria Histórica), porque se trataría de una verdad que hay que olvidar; en otro, porque se trataría de una verdad cuyo secreto hay que garantizar por encima de todo (caso Gürtel); en un tercero, aún no resuelto -pero que podría llevar similar camino-, por el hecho de difundir en los máximos foros intelectuales internacionales la búsqueda del derecho a la verdad (caso de las conferencias en Estados Unidos).
En el caso Dreyfus, al igual que en estos, la manipulación del instrumento procesal fue notoria, y fue incluso percibida por un lego en Derecho, pero comprometido intelectual y defensor de la justicia: el gran Émile Zola, en su histórica carta J'accuse, publicada en L'Aurore el 13 de enero de 1898, con el apoyo de los máximos intelectuales de la época. Destacaré solo algún párrafo: "Dreyfus conoce varias lenguas; crimen. En su casa no hallan papeles comprometedores; crimen. Algunas veces visita su país natal; crimen. Es laborioso, tiene ansia de saber; crimen. Si no se turba; crimen. Todo crimen, siempre crimen".
El gran Anatole France, en su célebre libro La Isla de los Pingüinos, relato satírico de la historia de Francia, describe con mordacidad el caso Dreyfus, al que denomina con nombre ficticio "caso Pyrot". En el relato aparece un diálogo entre el jefe del Estado Mayor, el general "Panther" y el ministro de la Guerra. El primero se enorgullece de que todo está ya dispuesto para volver a condenar a Pyrot (la primera condena la había anulado el Tribunal Supremo), ya que dispone de una cantidad ingente de nuevas pruebas contra él -todas falsas-, diciendo orgullosamente: "Cuando le condenamos no teníamos ninguna prueba, pero ahora nos hemos desquitado". A lo que el ministro de la Guerra, más sabio y experimentado, responde dubitativamente que con ello "se le ha quitado al proceso su encantadora simplicidad... Es bueno tener pruebas, pero tal vez sea mejor no tenerlas... El proceso antes era invulnerable, puesto que era invisible". Por fin, se congratula cuando Panther le confirma que todos los documentos son falsos; y remata: "Sin embargo, me gustaría más, Panther, que no tuviéramos pruebas de ninguna clase".
En este caso, hasta ahora no se ha mostrado ninguna prueba, sino puros razonamientos especulativos, difícilmente compatibles con la realidad de las actuaciones enjuiciadas, que buscaban solo llenar de contenido el derecho a la verdad. Pues bien, y que quede claro, si para alguien no lo está: el derecho a la verdad no es una especulación de los intelectuales que deba ceder ante el prestigio de las instituciones -las políticas, las religiosas, las militares, ni la propia institución judicial-; es un derecho consagrado como derecho humano fundamental por las Naciones Unidas en su Resolución 2267 del año 2007, que acordó "reconocer la importancia de respetar y garantizar el derecho a la verdad para contribuir a acabar con la impunidad y promover y proteger los derechos humanos". Es uno de los pilares de nuestra convivencia democrática y nuestra civilización, y su negación ha propiciado los crímenes más aborrecibles, como justamente acusaba Zola.
Zola se dirigió al presidente de la República en su artículo. Quizá nosotros deberíamos dirigir nuestra modesta interpelación a presidente del Consejo General del Poder Judicial, para que investigue cuidadosamente la regularidad de estas instrucciones, prevenga la regularidad de las posteriores resoluciones que se produzcan y se puedan así evitar perjuicios irreparables para el prestigio de la justicia.
En nuestro caso, aún estamos a tiempo de evitar esta situación, y no esperar a una cuasi póstuma rehabilitación final, como ocurrió con Dreyfus en el año 1906, cuando el Tribunal Supremo reconoció al final todos los errores e injusticias cometidos con él; y que así no haya que acusar luego a nadie, como tuvo que hacer Zola, que decía al final de su carta: "En cuanto a las personas a quienes acuso, debo decir que ni las conozco ni las he visto nunca, ni siento particularmente por ellas rencor ni odio. Las considero como entidades, como espíritus de maleficencia social. Y el acto que realizo aquí, no es más que un medio revolucionario de activar la explosión de la verdad y de la justicia. Solo un sentimiento me mueve, solo deseo que la luz se haga, y lo imploro en nombre de la humanidad, que ha sufrido tanto y que tiene derecho a ser feliz".
Entiendo que nunca se puede pensar que perjudique a la institución judicial el que un juez dedique sus energías y su vida a cumplir al máximo las exigencias del derecho a la verdad, e incluso si lo hace con "exceso" de celo, o con eco mediático. Por el contrario, su esfuerzo honra al poder judicial, es decir, a los que deben ser los legítimos custodios de la justicia y el derecho, sin lo que no podemos reivindicar la dignidad de la condición humana.
José Luis Fuertes Suárez es abogado del Estado excedente.
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