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LA COLUMNA
Columna
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Una nueva situación

Que el Gobierno se equivocaba al emprender una negociación basada en el supuesto de que ETA estaba pidiendo árnica para disolverse de manera indolora era algo de lo que todos estábamos al cabo de la calle mucho antes de que salieran a la luz esos papeles mal llamados actas. Lo que no sabíamos era que ETA también se equivocaba al emprender esas negociaciones convencida de que el Gobierno necesitaba de un acuerdo para subsistir y que, por tanto, estaba dispuesto a pagar el precio que se le exigiera.

Las estrategias basadas en cálculos erróneos sobre la capacidad y los movimientos del enemigo suelen conducir a resultados desastrosos. Cuando ETA percibió que el Gobierno no iba a hablar en serio más que de presos, dio un puñetazo en la mesa dinamitando un aparcamiento del aeropuerto de Madrid y matando a dos inmigrantes. Y cuando el Gobierno percibió que ETA no se iba a disolver gratis, aceleró los planes de caza y captura de sus dirigentes. El mal llamado proceso de paz saltó por los aires y cada cual reordenó sus primeras estrategias.

Es un cuento de hadas afirmar que porque hubo proceso de paz, negociación y finalmente ruptura, ha sido posible que ETA se encuentre ahora en un trance de extrema debilidad. Que semejante debilidad haya llegado después de, no quiere decir que ha llegado a causa de: el viejo principio post hoc ergo propter hoc es una conocida falacia. Más bien ha ocurrido que, como se abandonó aquel camino, hemos podido avanzar por este.

No pasa nada por admitirlo: la aplicación sin concesiones de la ley de partidos, la captura de varias cúpulas de ETA por acción policial, el trabajo político de los partidos socialista y popular de Euskadi, la firmeza en el postulado de que no habrá más negociaciones hasta que ETA anuncie su desistimiento del recurso al terror como instrumento de la política, aparte del punto final de aquella política nacionalista tan ejemplarmente teorizada con la metáfora del árbol y las nueces, constituyen los elementos fundamentales que han dado origen a una nueva situación.

Esta situación es nueva porque no es continuación ni fase de otra similar. Ha sido el conjunto de políticas seguidas desde el último atentado de ETA lo que ha sembrado en el mundo de la izquierda abertzale las dudas sobre la eficacia del permanente recurso a la bomba y la pistola. No se trata de sentimientos ni de valores, siempre tan volanderos; se trata de cálculos políticos de gentes que han visto pasar más de la mitad de sus vidas defendiendo una estrategia sin horizontes. Las dudas dieron lugar a debates que no versaron sobre el pasado, si mereció o no la pena, si son o no culpables de crímenes horrendos, si avanzaron hacia la meta. El debate fue sobre los costes y beneficios de mantener la misma política.

Y un sector no despreciable de ese mundo, no de otro, de ese, decidió que había llegado la hora de volver a la legalidad cumpliendo lo que la legalidad exige, el rechazo explícito, tajante, de la violencia, señaladamente de ETA. La respuesta del Estado ante esa llamada ha sido la que era de esperar: nadie ha dado brincos de júbilo por el hijo pródigo que vuelve a casa; nadie ha bajado la guardia ni propuesto una amnistía como la de 1977. El pasado es lo que es y nadie podrá borrar los crímenes cometidos. Pero si no es el día del festín en la casa paterna, tampoco es el momento de cerrar las puertas a cal y canto a quienes, procedentes de la izquierda abertzale, no de las nubes, pretenden ser legales y cumplen para serlo las exigencias establecidas por la Constitución y las leyes.

No es el momento del cierre, primero, porque el Estado dispone de suficientes recursos para echarlos de nuevo a la intemperie si resulta que los estatutos son papel mojado; y segundo, porque el Estado es el primer interesado en que la línea continua entre izquierda abertzale y ETA se rompa sin posibilidad de reparación. Por eso, no puede dejar de suscitar un sentimiento de adhesión el voto particular de los siete magistrados del Tribunal Supremo que, con impecable argumento, han disentido de un relato, el de la mayoría, basado en el axioma de que aquí no ha pasado nada, que esto es más de lo mismo. Y por eso, no se entiende -o se entiende demasiado bien- que el Partido Popular haya cometido la infamia de sobreimprimir en su televisión de cabecera, Telemadrid, el sello de ETA sobre imágenes de miembros del Gobierno: una infamia que dice más de la gentuza que la comete que de los políticos que la sufren.

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