Metafísica de la almohada
En el interesante libro sobre las alcobas de Michelle Perrot Historia de las alcobas (Siruela. 2011) falta, incomprensiblemente, una suficiente alusión a la almohada. ¿Cómo podría ser un dormitorio sin ella? Pero se dice, aunque de pasada esta absoluta verdad: "Sobre la almohada, el tiempo queda abolido, el mundo exterior es invisible..." (p. 87).
A comienzos de los años noventa, vivimos en España un severo ataque de la almohada cervical o la almohada mariposa, ahora en decadencia. Las secciones de salud debatían, con gran apasionamiento, si era conveniente o perjudicial para la salud puesto que el hueco donde se deposita la almohada es nada menos el lugar donde la nuca apoya su acequia y por donde se puede muy fácilmente morir. El cuerpo se cuela desde dentro a fuera por la nuca, de la misma manera que la pasión amorosa encuentra en ella el punto donde el beso que se deposita penetra hasta la más honda profundidad.
Una almohada idónea es aquella que coopera al vaciado de la mente y a la desaparición de lo peor
La nuca, en sí misma, es sagrada. Los golpes que matan a los animales desnucándolos forman parte de una tragedia general que afecta también a los humanos cuando, conduciendo un coche o un camión el choque trasero desnuca al chófer. Morir así, como un guiñapo, es desarticularse y mostrar, de modo explícito el frágil mecano de que se compone el monigote anatómico del ser. Será, por tanto, consecuente que cuando la figura humana reposa su cabeza en la almohada, la pérdida de verticalidad, la rendición de su alerta erguida coincida, como se dice en el libro de Perrot, con la abolición del tiempo y el espacio.
La almohada fue usada antes que nadie por la clase alta, dice la Wikipedia. Siendo alta la clase podía elegir enaltecerse o abatirse; siendo de alcurnia podía deponer la hucha de su nuca a la manera de un óbolo pasivo al que convenía acomodo. Pero, además, no necesariamente un acomodo cualquiera sino sobre un material noble y sin importar su dureza. Los chinos más ricos usaban, por ejemplo, tanto la piedra, como el metal, la madera o la porcelana. Y hasta se dice que, en diversas comarcas, las almohadas se mullían con trozos de pollo muerto.
Esta última costumbre con la muerte por en medio, aúna dos factores que pervivirán en el futuro. De un lado, la muerte misma introduciéndose en su mismo seno. De otro, el paso relativo de la dureza terminante a diferentes grados de blandura, lo que traslada la almohada desde lo estrictamente ceremonial a lo laico, desde lo sagrado a la sensualidad.
En esta misma sensualidad inciden hoy los hoteles que ofertan al cliente almohadas de diferente densidad y se pasa de una almohada sin nombre a otra que diferencia y personaliza a los clientes de acuerdo a la elección de su consistencia. Se piensa o no, se sueña o no; se descansa o se sueña mejor o peor de acuerdo a la función individual que presta cada clase de almohadas.
Hay almohadas viscoelásticas, desodorizadas, hinchables, desinfectantes, termorregulables, indeformables, atérmicas, absorbentes de humedad, antialérgicas. Hay almohadas Tempur, Desleí, Lanaform, Aloe Vera, almohadas de viajes diseñadas en "u" con o sin velcro, con forma de peluche para niños o diseñadas para responder como muñecas de compañía, según la invención del diseñador alemán Stefan Ulrich, que hace poco la lanzó al mercado con esta meditada consideración: "En una época en la que el contacto humano trae cada vez mayores riesgos, que traen como consecuencia la soledad, este invento pretende curar los males de raíz".
La almohada tiene su raíz en jadd (lado o mejilla) y alude efectivamente a dar de lado al mundo y abrazarse a su nulidad. Una almohada idónea es en efecto aquella que coopera al vaciado de la mente y la desaparición de lo peor.
En la almohada se derraman las lágrimas de amor o de desdicha, a la misma almohada consultamos un dilema sin voz, mediante la almohada ingresamos en un espacio inmerso que desplazando el mundo exterior provee de una nueva realidad igual a cero y desde donde, momentáneamente, renacer.
No hay, en apariencia, nada en su blando interior, y aquello que la hace tan deseable (y hasta indispensable) es su imaginario segundo yo sin circunstancias. Nuestro yo cegado, sordo, sumido en la esperanza de hallar perdón en su blandura, el amor en su morbidez y la serenidad provisional en su ternura.
En el repertorio general de los enseres domésticos, la almohada no es del orden de la justicia sino de la lenidad, no es una pieza anónima sino una amistad. Todo ello, con la irrenunciable condición de que la comodidad que nos preste sea igual al grado de la maleabilidad que se demande.
Toda almohada rígida es penitencia, toda almohada flácida es delicuescencia personal. La almohada ideal, cuando se encuentra, será la base para ensayar nuestra posible muerte indolora, el dulce ahogo de su bien engastado paraíso.
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