El sentido
En la antigüedad duraban más las ideas que los alimentos.
Ahora duran más los alimentos que las ideas. Hemos mejorado los sistemas de conservación de la fruta, la carne o el pescado, pero no hemos dado con métodos eficaces para curar las ideas como se cura, por ejemplo, el jamón. Total, que mientras nos comemos como si fuera fresco un solomillo que llevaba dos años en el congelador, el pensamiento occidental se enmohece de arriba abajo como ese bloque de pan de molde olvidado en un rincón de la cocina. ¿Cuánta gente estudia hoy a Platón, a Kant, a Spinoza, a Hegel, a Marx, a Sartre..? ¿Cuántos ejemplares de un título cualquiera de Ortega se habrán vendido en España a lo largo de la última semana? El pensamiento no dura ya ni 24 horas. Sabemos producirlo, pero da la impresión de que se descompone antes de llegar a las mentes. Todo lo que se ha avanzado en la elaboración, almacenamiento, conservación y distribución de los productos perecederos se ha retrocedido en el de los imperecederos (quizá porque estábamos convencidos de que las ideas eran inmortales). El caso es que llegas a una librería, incluso a una librería de fondo, preguntas por un ensayo del que has leído algo seductor en la prensa, y ya no está. Nos trajeron un ejemplar, pero se lo llevaron, dice el librero tras consultar el ordenador. Se lo llevó un loco (tú eres el segundo) con el que seguramente no te cruzarás en la vida. A los dos días te has olvidado del libro porque ha aparecido otro más interesante que tampoco encontrarás (en el último mes no he leído tres o cuatro libros que me interesaban). Todo lo que creíamos que portaba dentro de sí el gen de la longevidad se encuentra en trance de extinción, mientras que lo caduco dura y dura como el conejito de Duracell. El conejito de Duracell está bien, tiene su gracia, pero coño, no da sentido a la vida.
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