Fulgurante adrenalina sueca
Los promotores del concierto llevaban días sacando pecho con un juego de palabras: los suecos Shout Out Louds merecerían llamarse Sold Out Louds, a juzgar por lo rápido que se agotaron las entradas (en inglés, sold out) de una sala, la Heineken, con capacidad para 900 personas. Un fenómeno que se repite, el de las bandas poco divulgadas y de ventas testimoniales que se enfrentan a una audiencia muy bien informada sobre sus movimientos. El quinteto que encabeza el cantante Adam Olenius llegaba con vitola de grupo melancólico y algo torturado, pero desde muy pronto se encargó de que las glándulas sudoríparas del respetable trabajaran a destajo.
Cuentan que, fieles al canon escandinavo, estos cinco músicos de Estocolmo ejercen de gente modosita. Sus exigencias en el camerino se limitan a "verdura en rodajas para la elaboración de nuestros propios sándwiches" y a una botella de vermú como máximo exponente etílico. Parecen tan buenos chicos (y chica) que los imaginaríamos asimilados al pop ligero y apacible de The Cardigans o a la ternura pluscuamperfecta de Jens Lekman. Ellos suelen repetir que les seduce la sofisticación de los escoceses Belle & Sebastian. Pero la tozuda realidad indica que, puestos a parecerse a alguien, Shout Out Louds son los Cure que llegaron del frío.
Teclados como sirenas
Las semejanzas afloran desde el primer tema, 1999, que también sirve para abrir el tercer álbum del grupo, el reciente Work. El bajista, Ted Malmros, entreteje una base metálica y machacona mientras Olenius eleva su voz implorante, como de animal herido que suplica un armisticio. Y sí, termina recordando a Robert Smith hasta en la forma de agarrarse al pie del micrófono.
Cuando la teclista, Bebban Stenborg, agarra el acordeón (Very hard) llegan ecos de The Pogues, mientras que los pasajes más juguetones, esas piezas de teclados que ululan como sirenas (The comeback), se aproximan más a Peter, Björn & John. A fin de cuentas, Malmros les dirigió el vídeo de Young folks, la celebérrima canción del silbidito.
La apoteosis llegó cuando, en la irresistible Tonight I have to leave it, Olenius aparcó las poses smithianas y paseó sus barbas entre el público. Durante unos segundos prodigiosos, el tiempo se ralentizó de brinco en brinco y hasta la vida parecía un juego estimulante. Harían bien en apurar tras el concierto su botella de Campari. Merecida la tenían.
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