Abismos del amor y otros entusiasmos
Me pasa con pocos novelistas. En realidad, sólo con tres y, además, muy distintos entre sí, si me limito a mis contemporáneos vivos: Coetzee, Auster y Marías. Antes me ocurría con Bernhard -por citar a uno que ya se fue-, y hubo un tiempo que también con Philip Roth, cuyas últimas novelas me resultan inferiores a las de aquella deslumbrante Trilogía americana (Pastoral americana, Me casé con un comunista y La mancha humana), publicada originalmente entre 1997 y 2000 y que ahora reedita en un solo volumen Galaxia Gutenberg. Lejos de mí afirmar que no existen autores más importantes o renovadores, o que no sea capaz de disfrutar de grandísimas novelas de otros maestros de la narración, o del aire fresco de quienes desde la periferia han conseguido descentrar el occidentalismo de un género en que cabe todo y que no ha cesado de reinventarse desde Cervantes. Ni, tampoco, que todas las novelas de aquellos tres me resulten igualmente valiosas, o que nunca frustren mis expectativas (Auster, por ejemplo, me depara grandes disgustos). Me refiero, simplemente, a una actitud puramente subjetiva (no pretendo ejercer de crítico literario) que me lleva a esperar sus libros con una extraña mezcla de interés y desasosiego, y que se resuelve en que, tan pronto llega por fin el ejemplar a mis manos, dejo a un lado todo lo demás, pongo el resto de mi vida entre paréntesis, y me dedico a leerlo con fruición hasta terminar en ocho, diez o doce horas lo que ellos han tardado dos o tres años en componer. De manera que lo que me ocurre es que, en cierto modo, los dilapido, los agoto, los exprimo. Luego vienen segundas lecturas, repasos, revisiones más o menos tardías, pero el primer impulso (al que cedo) es siempre el de retirarme y devorarlos de una sentada en mi sillón de orejas. Con la última novela de Javier Marías (Los enamoramientos, Alfaguara) me ha vuelto a ocurrir. Conste que, después del tour de force de Tu rostro mañana (2002-2007), me sentía predispuesto a disculpar probables desfallecimientos en un libro que suponía "menor". Y, de hecho, sentí cierta impaciencia en las primeras páginas por lo que califiqué (demasiado pronto) para mis adentros de manierismos mariescos, una especie de sensación de déjà lu que atribuía a una voz que me resultaba conocida (aunque de otro género), a la característica alternancia de fragmentos reflexivos o intensos y otros más ligeros o humorísticos, a la presencia de estilemas y manías que me resultaban familiares. Hasta que, de repente, y por puro efecto acumulativo, la narradora de Marías consiguió arrastrarme en un implacable flujo verbal que, a medida que avanza, se llena de resonancias y pliegues, de referencias (literarias) a otras historias que actúan como vibrantes ecos de la que va contando, en la que la peripecia (más bien interior, como en una especie de thriller filosófico) se despliega a partir de la conciencia de una mujer atrapada (y no es la única) en el laberinto moral del amor. Novela de escasos personajes (apenas cuatro principales), destilada e intensa, y es que, como Bernhard, Marías concentra su relato en lo que resulta esencial, de modo que, poco a poco, el lector descubre que ninguna anécdota es superflua y que, a medida que avanza, van atándose cabos aparentemente sueltos, iluminándose retrospectivamente a lo largo de esta historia de amor y crimen en la que reaparecen (teñidas de un tono más pesimista) las obsesiones del autor: la lealtad y la traición, la imposibilidad de conocer algo con certeza, la frecuente impunidad del mal, el regreso (anhelado al principio, y luego temido) de los que nos dejaron o abandonaron, la mezquindad y abyección de las que son capaces los amantes. Y todo ello salpicado aquí y allá por la panoplia de sus trucos habituales: homenajes, guiños de ojo, leves bromas irónicas y autobiográficas, suaves ajustes de cuentas (y alguna pequeña fobia), referencias o burlas a determinadas situaciones, personajes o comportamientos de ahora mismo. Por lo demás, me puse a leer la novela el jueves por la tarde y la acabé al día siguiente. Y, créanme, llevo desde entonces enfadado conmigo mismo por no haber podido racionarme la lectura para hacerla durar más tiempo. Quizás ninguna novela ha cambiado nunca la vida de nadie. Pero, afortunadamente, todavía se escriben algunas que consiguen hacernos disculpar -aunque sólo sea por unas horas- esa lamentable limitación.
Ficciones
En las tres últimas semanas ha crecido espectacularmente la avalancha de novela literaria que apunta a Sant Jordi, incluyendo las últimas de escritores hispánicos muy diferentes. Destaco, entre las que más me han llamado la atención, las de Rosa Montero (Lágrimas en la lluvia, Seix Barral), Benjamín Prado (Operación Gladio, Alfaguara), Rafael Reig (Todo está perdonado, Tusquets) y Edmundo Paz Soldán (Norte, Mondadori). Además, me sorprende la abundancia de tapas-duras de autores españoles con vocación de superventas en busca de los huecos que en las mesas de novedades de cadenas de librería y grandes superficies dejen las novelas (más o menos históricas) de Chufo Llorens (Mar de fuego, Grijalbo), Jorge Molist (Prométeme que serás libre, Temas de Hoy) y, sobre todo, la algo más tempranera de Javier Sierra El ángel perdido (Planeta), en este momento reina indiscutible de la lista de ventas de Nielsen en el apartado de ficción. Le sigue, sorpresa, sorpresa, el blockbuster de María Dueñas, El tiempo entre costuras, lo que demuestra, una vez más: a) que el boca a oreja y la mirada de reojo a lo que nuestros vecinos van leyendo en los transportes públicos siguen siendo la mejor opción de mercadotecnia libresca, y b) que con olfato y anticipos nada faraónicos (y en ambas cosas es una auténtica experta Belén López, la directora de Temas de Hoy) todavía pueden lograrse espectaculares (y duraderos) éxitos comerciales. De modo que, si lo que buscan son novelas y aún no han agotado del todo su presupuesto para adquirirlas (lo que no es del todo improbable, dado lo que está cayendo), ésta es tradicionalmente una de las mejores épocas del año. Aprovéchenla.
Miradas
De vez en cuando, entre los incesantes libros que llueven sobre mi decrépito (pero cómodo) sillón de orejas, descubro pequeñas joyas que se abren camino sin estrépito. Me ha pasado últimamente con la estupenda serie de libros (sólo) de imágenes de la recién nacida Treseditores. La idea de Mauricio D'Ors, Adriana Huarte y Carmen Ballvé es original, de puro evidente: se elige una ciudad o, mejor, uno de sus aspectos, barrios o rincones, y se le pide a un (gran) dibujante que los interprete, que los mire a su modo y nos cuente su propia novela: la ciudad -escenario de casi todas las historias- narrada exclusivamente a través del dibujo. Las tres primeras entregas corren a cargo de tres ilustradores de diferentes generaciones y se centran en Madrid: Alfredo (El Rastro), Juan Berrio (Plaza de Cibeles) y Miguel Navia (Gran Vía). Preciosos libritos (32 páginas, 16×16) primorosamente editados en tapa dura y en gloriosas dos tintas (¿para qué más?). Y no se asusten: esta vez el arte se pone al alcance de todos (12 euros).
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