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LA PARADOJA Y EL ESTILO
Columna
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Gira de primavera

Boris Izaguirre

Es una prerrogativa de las personas reales, herederos o soberanos, vivir alejados de la realidad. Por eso, cuando un jamón se cruza en su camino, como en la visita de Carlos y Camila al mercado de San Miguel, todos reaccionamos ante su negativa a probarlo.

Ellos no pueden aceptar un alimento con tanta crudeza cultural así como así. Judíos y musulmanes británicos podrían irritarse al verles masticar cerdo. También hay que considerar que nuestra exposición al jamón a veces puede generar asombro. Esas patas, con pezuña, sobrevolando cabezas en los bares y jamonerías, goteando grasa como si el animal de alguna extraña forma aún transpirara, y el ejercicio de rebanar con un cuchillo, puede enmudecer al visitante. Él es más ducho en estos encuentros con la cosa étnica y seguramente asoció la situación con muchos sitios de Asia que les agasajan con sesos de monos o insectos fritos. Lo que claramente les descolocó fue el ofrecimiento de la vianda de una mano a otra. Sin mediar ni guante ni plato.

Si letizia hubiera sido anglosajona, se habría puesto un clavel y castañuelas
Es curioso que esas cenas no incluyan representantes de la vida artística

El príncipe de Gales realiza cada año lo que se denomina como Gira de Primavera. En 2007 visitó los Emiratos Árabes, también con Camila. En 2010, Brasil, Ecuador y Chile, volando en avión privado, ensuciando de carbono el cielo que sus convicciones ambientales desean limpiar. En Madrid, huéspedes de otros príncipes herederos, la visita planteó un tipo de sucesión de poder menos conflictiva que la de los primeros ministros. Al ceder el Rey el foco de atención a sus hijos sucesores se dibujaba ya un nuevo escenario dinástico. Los cuatro en fila evidenciaban que la vida de los herederos es lenta y de tanta paciencia como jamones hay colgados en nuestro país. Camila prefirió enfundarse una fantasía británica en tono hielo que la convertía en sacerdotisa de alguna galaxia de David Lynch. Letizia mostró los brazos, quizás sin darse cuenta de que mostraba también la amplia diferencia de edad con su invitada. Pero no se puede negar el salero de la princesa de Asturias al vestirse de clavel, no solo en color, sino todo el traje dibujándola casi como una de esas encantadoras bailarinas flamencas que todos, españoles o no, hemos adquirido para colocar encima de nuestros televisores antes de la era digital. Lo único objetable al vestido Carmen de Letizia es el miedo al ridículo de nuestra idiosincrasia. Si Letizia hubiera sido anglosajona, le habría puesto al atuendo castañuelas y hasta un clavel de verdad en el pelo.

Poco se sabe de los invitados a la cena de gala, aparte de la aristocracia con Cayetana de Alba al frente; el espectro político, nunca mejor dicho, y la fuerza empresarial, que no paran de acudir a todos sitios, con una vida social nunca antes vista. Es curioso que esas cenas no incluyan representantes de la vida artística del país. Javier Marías, por ejemplo, es un autor español ampliamente celebrado en el Reino Unido. Lo mismo Ferran Adrià, siendo Inglaterra una nación que actualmente impulsa a sus chefs como otrora hizo con los Rolling Stones. A pesar de que Letizia lleve a su marido a películas subtituladas, ningún cineasta se sienta en sus cenas. Ni músicos del pop nacional, entendiéndose que el Reino Unido es la meca de esa industria. Ni arquitectos estrellas. Es probable que Letizia y Felipe inauguren un nuevo tipo de vida social en su palacio, pero la lista de invitados parece aún bajo el poder de funcionarios de otra época.

Al día siguiente, Letizia descubrió que los brazos pueden estar cubiertos, pero la prensa estaba más ocupada en si Carlos había esquivado, igual que el jamón, todo lo del peñón. Aunque hablara caballerosamente en nuestro idioma, Carlos no puso pie sobre la gran piedra. Para la realidad de Carlos, Gibraltar es el escenario de uno de los momentos más dolorosos de su anterior matrimonio. Fue justamente con el peñón de conflictivo fondo, a bordo del Britania en su luna de miel, cuando Diana descubrió que Carlos vestía los gemelos que le había regalado Camila, ostentando sus iniciales. Al ver las dos ces unidas en los gemelos, Diana entró en un frenesí documentado en sus biografías, intentó arrojarse por las escaleras, entró en las cocinas reales y devoró todo lo que guardaban sus neveras. El peñón es para Carlos un escollo doloroso y afilado, el fantasma de Diana, una constante en el matrimonio como la soberanía de la roca para nosotros.

Durante la visita a la finca del duque de Wellington, respiran tranquilos, igual que los ingleses que encuentran restaurantes abiertos en sus horarios en Estepona. Imaginarlos allí, hectáreas infinitas sin cerdos, los hace esos futuros soberanos de apacible madurez. Admiramos de Carlos su paciencia. No solo en la edípica espera para ser rey, sino también en hacer una vida junto a la mujer que ama. Tampoco cuesta imaginarlos en el avión privado ya de camino a Marruecos, expectantes ante la aparición de nuevos alimentos comprometedores, formulándose la gran pregunta: ¿qué carne se puede comer con la mano?

La duquesa de Cornualles y la princesa de Asturias, en la cena.
La duquesa de Cornualles y la princesa de Asturias, en la cena.CHRIS JACKSON (GETTY)

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