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Columna
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Mandadiños

Es un hecho incuestionable que en un breve período de tiempo España ha pasado de tener un Estado fuertemente centralista a ser uno de los países más descentralizados de Europa. La transformación ha sido tan rápida y espectacular que el Estado ya no puede ser gobernado sin tener en cuenta a las comunidades autónomas que, además de disponer de un importante poder político, gestionan cerca del 40% del gasto público del país. Todo ello genera importantes tensiones, algunas muy notorias desde hace tiempo. Pero sin duda una de las causas que agrava el conflicto permanente que vive el Estado es la pervivencia de la vieja cultura centralista en abierta contradicción con la nueva realidad institucional del país. Contradicción que afecta de forma especial a los dos grandes partidos políticos -a uno más que a otro, desde luego- que cotidianamente dan muestras de su incapacidad para adaptarse a la nueva distribución territorial del poder que consagra la Constitución. Esto explica que el PP y determinados sectores del PSOE confundan a menudo las instituciones autonómicas con simples delegaciones de la Administración Central, cuando no con terminales políticas de las cúpulas de sus respectivos partidos.

Hay una campaña para estigmatizar a las comunidades autónomas aprovechando la crisis

Esta trasnochada concepción del Estado está muy presente cuando tanto Zapatero como Rajoy pretenden imponer, a través de un pacto entre sus respectivas fuerzas políticas, un techo de gasto a las comunidades autónomas. Y se manifiesta también en la dura campaña que, aprovechando la grave crisis que atraviesa el país, se ha desatado para desacreditar el Estado autonómico, estigmatizar a las comunidades autónomas y atribuirles, contra toda evidencia, la responsabilidad del déficit público, presentando como alternativa las viejas recetas centralistas, precisamente aquellas que se habían superado con la vigente Constitución. Pero esta estrategia involucionista solo puede prosperar a través de una acción concertada, uniformizadora y jerarquizada de los dos grandes partidos de ámbito estatal. ¿Quiénes son Zapatero y Rajoy, constitucionalmente hablando, para tomar una decisión que solo corresponde a los presidentes de los Gobiernos autónomos, en función de los intereses de los ciudadanos que institucionalmente representan, y en tanto que representantes ordinarios del Estado en sus respectivas comunidades?

Teniendo en cuenta que las autonomías gestionan una parte importante del gasto social en España (sanidad, educación y la mayoría de los servicios sociales), y que dicho gasto representa una parte sustancial de los presupuestos autonómicos - en el caso de la Xunta, el 73%-, es evidente que una decisión trascendental como sería la imposición de un techo de gasto no puede hacerse exclusivamente entre las cúpulas del PSOE y del PP para trasladar luego el acuerdo mecánicamente a las distintas comunidades autónomas. Decisiones de este tipo necesitarían otro foro en el que las comunidades tuvieran el peso político que les corresponde por mandato institucional.

Pero la concepción centralista a la que me refería más arriba es también uno de los motivos por los que, después de 30 años, no ha sido posible realizar la reforma que convierta al Senado en una Cámara de representación autonómica, tal como contempla el artículo 69 de nuestra Constitución, y tal como sucede en todos los Estados que, como el nuestro, son descentralizados y compuestos. Hasta que una reforma constitucional habilite al Senado como Cámara autonómica, decisiones de la importancia de las apuntadas deberían debatirse en foros como la Conferencia de Presidentes, evitando, eso sí, que ésta se convierta, como sucedió en el pasado, en un sucedáneo de debate parlamentario entre fracciones políticas con el único fin de desgastar al adversario, y a la que los presidentes, abdicando de sus responsabilidades políticas, acuden como simples correas de transmisión de las direcciones de sus respectivos partidos.

En el último debate parlamentario, Feijóo acusó a Pachi Vázquez de actuar como delegado del Gobierno en vez de hacerlo como secretario general del PSdeG. Con mucha mayor razón es preciso que el presidente de la Xunta aclare si está dispuesto a comparecer como representante de Galicia, tomando en consideración las opiniones del Parlamento, o, por el contrario, como viene haciendo hasta ahora, volverá a asumir el papel de portavoz y ariete del PP contra el Gobierno, subordinando una vez más los intereses de Galicia a la estrategia de su partido y a sus propios intereses personales. Porque si no despeja esta incógnita, cualquiera puede pensar, ateniéndose a sus palabras, que el debate en Galicia se reduce a una confrontación entre el delegado del Gobierno y el representante de Génova. Es decir, entre mandadiños.

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