Crónicas desde la perplejidad
Nacho Vegas no es guapo, sino desgarbado y de mirada torva. Ya no ejerce el malditismo, pero su atuendo de anoche en la Joy Eslava seguía siendo oscuro. Se ha metido demasiadas sustancias tóxicas en el cuerpo y no saluda hasta la hora larga de concierto. Le canta a las capitulaciones sentimentales, los miedos cotidianos y otras cuestiones que llevan más tiempo desentrañar. Y lo hace con un tono de voz tan mortecino que hasta su idolatrado Leonard Cohen parece la reencarnación misma de Epicuro. En el fondo, resulta alentador el triunfo de un personaje tan taciturno, pero... ¿por qué demonios triunfa?
"Son canciones sencillas que hablan de sentimientos", le explicaba una mujer de mediana edad a su amiga en el anfiteatro de la abarrotada sala. Canciones que hablan, en pocas palabras, de la vida misma. Con todas sus imperfecciones. Con la ausencia clamorosa de certezas. Con el desasosiego propio que genera la conciencia. Nacho es honesto en su perplejidad hacia todo lo que le rodea y cuanto le habita. Su público (más de 3.000 personas en tres recitales casi consecutivos) es militante y no se limita a seguirle, sino que le escudriña. No reclama bises ni se muestra muy expresivo a la hora de saludar los temas nuevos, pero tampoco los grandes éxitos. ¿Grandes éxitos? Bueno, tomemos por tales Canción de palacio (con estupenda mandolina), Va a empezar a llover (con banjo juguetón) y Dry Martini S. A., iniciales no corporativas, sino de "sexo anal". Así no hay forma de hacerse hueco en las rotaciones radiofónicas, claro.
El gijonés suena mustio y su último disco, La zona sucia, presenta buenas letras, melodías algo evidentes y un título horroroso: cosas de buscar inspiración en ese entorno tan mugriento de la fórmula 1. Su éxito es como su discurso: motivo de perplejidad.
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