Ardor guerrero
La mayor parte de mi vida, prácticamente desde que nací, tuvo alguna guerra como telón de fondo y otro tanto le ha ocurrido a la humanidad desde los tiempos más remotos. La guerra, pues, está en la condición humana y me parece una tontería declararse pacifista y motejar esta actividad como la más perniciosa. La guerra es mala, en sí, de eso no cabe duda. Como son poco recomendables el bacilo de Koch, la sífilis, el sida, la leucemia y el catarro de nariz, así que tengo que rechazar, por principio, cualquier inclinación belicista, porque hay que ser muy imbécil para ello. Si el individuo se salva, la humanidad no, y la humanidad es idiota por naturaleza y definición.
Cuando termina la irracional y sospechosa guerra de Marruecos, yo tenía ocho años, existía el servicio militar obligatorio y en todos los pueblos de España se celebraba, con aires de fiesta, el sorteo de los mozos, que iban a parar a las remotas colonias americanas y asiáticas o a dejarse la vida en los secarrales del Rif. España no se ahorró ninguna contienda, de las que solía salir esquilmada y con el rabo entre las piernas. Pero la guerra, la milicia, los uniformes, la fanfarria, los desfiles eran parte de la vida corriente. Uno de mis recuerdos más antiguos lo residencio en las veces que mi madre me llevó a ver la "parada", el cambio de guardia en la explanada de Palacio, un espectáculo gratuito del que gustaban los madrileños. Colateralmente era divertida la anécdota de un tal Merino, oficial del regimiento del Rey o de los húsares de la Princesa, borrachín, mujeriego, juerguista, del que contaban que, estando al mando de la compañía de honores y siendo lluviosa la mañana, se puso al frente de su tropa, montado en un coche de caballos de alquiler, bajada la capota, pero enarbolando un paraguas y dirigiendo la marcha. Este Merino abandonó las armas y se pasó al periodismo.
Se habla mal de la guerra; es más inteligente evitarla y atribuirle muchos adelantos de la humanidad
Liquidada la escabechina marroquí, con la ayuda de Francia, probablemente la trama infame de los negocios mineros fue una de las causas de que cayera, poco después, la monarquía, tras unos años de dictadura, donde había de todo menos libertad, eso que no sabe uno qué hacer con ella y añora cuando le falta. Recuerdo la aventura de Mussolini en Abisinia y el recuelo nostálgico de los mayores hablando de la Gran Guerra, la del 14-18. Corrían vientos bélicos, como si estuvieran de moda y por las ciudades alemanas desfilaban las organizaciones militares, de adultos y jóvenes, lo que tenía el contrapunto en las fastuosas exhibiciones en la plaza Roja de Moscú.
En el Madrid donde yo vivía con los padres, ya bajo la República, ocupaban los próximos paseos de Recoletos y el Prado las "milicias rojas", algo menos marciales, con sus destacamentos de milicianas, embutidas en "monos" que les venían grandes, entonando convencidas la sorprendente consigna "hijos, sí; maridos, no", quizás contra el hábito burgués, insaciable y cruel, de casar a las niñas y deshacerse de ellas. Luego, la Guerra Civil, no me explico por qué algunos creen ingenioso llamarla "incivil", cuando lo correcto es lo otro. Eso sí me cogió de pleno, con 17 años, aislado de la parentela y con la aventura fascinante de la mitad de mi pueblo empeñado en acabar con la otra mitad.
Por un melindre democrático se habla mal de la guerra, cuando sería más inteligente evitarla y atribuirle la mayor parte de los adelantos que ha experimentado la humanidad. La medicina militar ha estado a la cabeza de las innovaciones; la investigación en comunicaciones, armamento y vías públicas han sido exigencias marciales. El ferrocarril, en un principio, fue inventado para trasladar la artillería y la impedimenta, así como la perfección del morse, la aviación, la astrofísica y los vuelos espaciales, posibles desde los indiscutibles presupuestos, siempre prioritarios, de los Ministerios de Defensa.
No me mueve interés personal alguno. Soy de la quinta de 1939 y los supervivientes no podríamos defender ni una sucursal de El Corte Inglés, pero debería informarse a las generaciones futuras con seriedad y honradez, sin llegar a la canción que escuché de boca de unos requetés con su fusil y su gorra colorada: "Que bien se va a la guerra / que bien se va; / sin tener novia ni madre, / qué bien se va". A eso lo llamo estrechez de miras. Acabamos de enviar a Libia hombres y material y me preocupa que incluyan al submarino. ¿Y si se hunde?
eugeniosuarez@terra.es
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