Coletazos de la historia
Nuestro mundo cambia lentamente. Evoluciona. Pero de vez en cuando nos sacude con un coletazo que transforma el paisaje. Despertamos después de la sacudida, y ya somos distintos, nosotros y el mundo. Son episodios normalmente dolorosos, en los que se combina el miedo y la esperanza en proporciones que varían según las personas y las circunstancias.
El ritmo de estos acontecimientos suele ser generacional, cada dos o tres décadas. La anterior oleada de transiciones democráticas fue la de 1989, que condujo en Europa a la desaparición de la Unión Soviética y de Yugoslavia y a la aparición de infinidad de nuevos Estados soberanos. La anterior catástrofe nuclear se produjo en 1986 en Chernóbil, Ucrania, entonces parte de la Unión Soviética. Uno y otro acontecimiento estaban estrechamente relacionados: el accidente de Chernóbil era hijo directo de la avería generalizada del sistema soviético. Mijaíl Gorbachov escribió en 2006, en EL PAÍS, al cumplirse el vigésimo aniversario del desastre que "fue tal vez -incluso más que la perestroika- la verdadera causa del colapso de la Unión Soviética y en todo caso un punto de inflexión histórica que marcó una era anterior y una posterior al desastre".
En aquel entonces pasaron cuatro años entre uno y otro acontecimiento. Ahora acabamos de vivir en el lapso mucho más corto de dos meses sendos acontecimientos de parecida envergadura, con una fuerte capacidad evocadora de lo que aconteció en aquella década de cambios. En Túnez y Egipto han sido derrocados sus respectivos dictadores, instalados desde los años ochenta del pasado siglo en el poder, y una oleada de cambio liberador está sacudiendo todo el mundo árabe. En Japón, la tercera potencia industrial del mundo, una catástrofe nuclear nos hace regresar a la época del pavor atómico: algunos dan por terminada la era de la energía nuclear y los más prudentes se conforman con anunciar el final del renacimiento que estaba experimentando este tipo de energía a medida que se alejaba el fantasma que levantaron Harrisburg (1979) y sobre todo Chernóbil.
Muchos se sorprenden de la incapacidad para la predicción que tiene nuestra especie en el actual nivel de desarrollo científico e intelectual. Pero la vida y la historia se hacen con estos mimbres. Ningún progreso nos quitará de encima la incertidumbre, parte constitutiva de nuestra naturaleza y raíz filosófica de la libertad. Quienes se admiran de nuestra incapacidad predictiva deben escudriñar con atención a su alrededor porque toda equivocación política tiene su Casandra y toda catástrofe su profeta, a los que nadie ha hecho caso. Afortunadamente. El día en que unánimemente atendamos a las visiones del futuro, algo muy profundo e inquietante habrá cambiado en la naturaleza humana.
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