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Columna
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Prestigio incomprensible

Nunca ha dejado de sorprenderme el prestigio que ha tenido en España el Estado centralista y el correlativo desprestigio que le ha tocado en suerte a la descentralización política. Sin que acabe de entender muy bien por qué, en España hemos tendido a equiparar centralismo con orden, racionalidad y rigor en la gestión de los asuntos públicos, mientras que hemos tendido a asociar la descentralización con lo contrario: el desorden, la falta de racionalidad y de rigor.

La conclusión que deberíamos alcanzar a partir de la evidencia empírica de que disponemos sería la inversa. El Estado unitario y centralista ha sido un desastre a lo largo de toda nuestra historia política y constitucional. Tanto desde el punto de vista de la legitimidad, como desde el de la eficacia. Ha sido un Estado enormemente autoritario, que ha tenido incluso que despojarse con frecuencia de la vestidura constitucional y, como consecuencia de ello, ha sido un Estado muy poco eficaz, tanto hacia dentro como hacia fuera. No ha sabido dirigir a la sociedad de manera comparable a como lo han hecho otros Estados europeos y, por supuesto, no ha sabido ocupar en el concierto internacional el lugar que, por tamaño y población, España debería haber ocupado. Tras algo más de siglo y medio de centralismo, la España que inicia la transición es un país pobre y relativamente marginal.

A veces se responsabiliza a las autonomías de las dificultades por las que estamos atravesando

La única experiencia de éxito que hemos tenido ahora que se van a cumplir dos siglos de la Constitución de Cádiz es la del Estado que se constituye a través de la Constitución de 1978. Y ese Estado ha sido un Estado políticamente descentralizado. Y la diferencia, tanto desde el punto de vista de la legitimidad como desde el de la eficacia, entre el Estado autonómico y todas las formas de manifestación del Estado centralista español anteriores, no puede ser más evidente. España se ha convertido en un país europeo normal, que ha empezado a ocupar la posición que razonablemente se puede esperar que ocupe en Europa y en el mundo.

Si en los momentos iniciales de la Transición podía existir alguna duda acerca de que la forma de Estado de la democracia española tenía que ser un Estado políticamente descentralizado, creo que la ejecutoria del Estado autonómico a lo largo de estos algo más de 30 años debería haberla despejado por completo. Desde ninguna perspectiva desde la que pueda ser examinada la trayectoria del país desde la entrada en vigor de la Constitución y, sobre todo, desde el ejercicio generalizado del derecho a la autonomía por las nacionalidades y regiones en condiciones de igualdad desde 1983, se puede llegar a la conclusión de que la descentralización política ha sido un obstáculo. Y las condiciones en las que ha tenido que iniciar su andadura el Estado autonómico han sido muy difíciles. En términos absolutos tal vez no tanto como en las que ahora mismo nos encontramos, pero en términos relativos, dada la pobreza y la falta de cohesión del país, tal vez peores.

Y, sin embargo, ha bastado que la crisis económica se haya manifestado con la intensidad con que lo está haciendo, para que el Estado autonómico haya sido puesto en cuestión y para que empiece a circular la tesis de que tal vez deberíamos revisar nuestra estructura del Estado, si no para volver a un centralismo, que nadie considera que sea posible, sí para reducir el contenido y alcance del ejercicio del derecho a la autonomía. A veces de manera solapada y otras de manera abierta, se hace responsable a las comunidades autónomas de las dificultades por las que estamos atravesando y de los obstáculos que ellas suponen para hacer lo que se tendría que hacer.

Esto es lo que resulta desconcertante. ¿Cómo es posible que después de haber tenido una experiencia tan desastrosa y tan prolongada como la que hemos tenido con el centralismo podamos pensar que es en nuestra estructura políticamente descentralizada donde tenemos el problema? ¿Se han parado a pensar los críticos del Estado autonómico qué ocurriría si las 17 consejerías de sanidad o de educación o de asuntos sociales no estuvieran corresponsabilizándose mediante su gestión de todos los ajustes que se están produciendo como consecuencia de la crisis y dichos ajustes tuvieran que se impuestos por un Estado centralizado?

Las comunidades autónomas están siendo un elemento de primer orden en el amortiguamiento de las consecuencias más dolorosas de la crisis y, como consecuencia de ello, en un instrumento de pacificación del país. Da vértigo pensar cómo estaríamos si todo el debate político institucionalizado tuviera que canalizarse exclusivamente a través del Congreso de los Diputados.

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