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Reportaje:

Risas culpables y cuarentenas cómicas

El pasado 14 de marzo, la compañía de seguros Aflac Incorporated despedía al cómico Gilbert Gottfried, que, desde el año 2000, había prestado su voz al pato que la firma utilizaba como imagen corporativa en sus campañas publicitarias. ¿El motivo? Gottfried, cuya identidad cómica se fundamenta en la provocación formulada con voz chillona y tono vehemente, había lanzado desde su cuenta de Twitter una andanada de chistes de debatible gusto sobre la reciente tragedia de Japón. A Gottfried se le atribuye, también, el primer chiste sobre el 11-S formulado en un acto público: lo hizo en el roast del Friar's Club dedicado a Hugh Hefner y que se celebró tan solo tres semanas después del atentado. Los abucheos no se hicieron esperar, pero el cómico reaccionó rápido y se puso a contar un clásico del humor obsceno: el chiste que en la tradición del vodevil se conoce con el título de Los aristócratas y que basa su longevidad en la capacidad de cada cómico para improvisar variaciones obscenas y escatológicas en el cuerpo del chiste. Ese día, lo que le pasó a Gottfried proporcionó una lección valiosa: la obscenidad cumple una función liberadora cuando hay males mayores. El cómico podía haber aprendido otra lección cara al futuro: el humor de la provocación quizá necesita respetar unos tiempos de cuarentena. ¿Alguien estaba pidiendo, tan pronto, chistes sobre el tsunami?

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Es cine popular, no zafio

El caso Gottfried no es, como sabe el lector, único y merece ser contemplado en un contexto general que favorece lo que podríamos llamar la risa culpable. Los practicantes de un humor políticamente incorrecto -pensemos en Trey Parker y Matt Stone, creadores de South Park- son conscientes de que su credo estético se mueve en la cuerda floja de quien resucita los viejos lenguajes de la ofensa -homofobia, sexismo, racismo- con la mirada puesta en un espectador sofisticado, que sabe calcular con precisión la medida de la distancia irónica y el peso del cinismo. Los problemas empiezan cuando el discurso es contemplado por miradas menos afines a estas sutilezas o por sensibilidades que están en su soberano derecho de no reír la gracia.

En el paisaje de la nueva comedia se afirman estéticas que solo pueden sobrevivir colocándose en el terreno más peligroso posible: de ahí que Parker y Stone no tuviesen otro remedio que acabar representando a Mahoma o que, en un autodestructivo empleo del timing, Gottfried se haya visto obligado a no defraudar a sus fans bromeando sobre el tsunami en tiempo real. Lo peor que puede hacer el cómico es exigir que todo el mundo aplauda el chiste, pero lo peor que puede hacer el ofendido es invocar el fantasma de la censura.

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