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Columna
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Hoy no es el día que parece

"Todos los días son 11 de marzo", dijo el pasado 11 de marzo Pilar Manjón. Lo triste es que no es verdad. Es que resulta cierto para ella y para muchas víctimas de los atentados, pero es falso para los demás madrileños que no viajábamos en los trenes, ni nuestro cuerpo ni nuestro corazón. Sería horroroso que todos los días fueran 11 de marzo, pero para quienes sufrieron de alguna manera el atentado es a veces más duro que no lo sea, que solo se recuerde esa mañana una vez al año, que el planeta gire sobre otras fechas, regido por calendarios en movimiento.

Es una maldición vivir desfasado en el tiempo. Que por algún acontecimiento dramático parte de nosotros quede prisionera en un punto del pasado y que la vida, entonces, transcurra como una película con el audio y la imagen desajustados. Ya nada parece del todo verosímil cuando se transita por los días desacompasado con la realidad, cuando tu frecuencia emocional no sintoniza con la de tu entorno. Pero esa divergencia no se produce bruscamente. En el punto de anclaje, cuando estalla la bomba o un corazón, las víctimas se sienten arropadas, protegidas por su ambiente. El consuelo, la comprensión, la atención de la sociedad, de los amigos o los familiares reconforta.

Cuando se te acusa de ser adicto a tu propio tormento ya estás solo, no se perdona la inmolación

Pero, poco a poco, pasa el tiempo. Los relojes vuelven a accionar el mundo circundante, y quienes antes se paraban a preguntar "qué tal" ya solo saludan, guiñan, mandan besos desde un sms o un coche en marcha. El dolor, entonces, empieza a reverberar, cuando no hay compañeros o hermanos permanentemente al lado para amortiguar la onda expansiva de la pena. Se oye el eco del sufrimiento multiplicado, copiado indefinidamente en el vacío dejado por la ausencia del ser querido en nuestro interior.

La pesadumbre se transforma en un sónar íntimo, en una insistente voz sorda imperceptible para los demás. Una esquizofrenia de tristeza. Una enfermedad crónica y a la que ya pocos prestan atención. Dejan de entenderte, de comprender tu malestar, te rodeas de miradas ignorantes preguntándose por qué los consuelos recibidos, el resto de tus estímulos vitales, el propio paso del tiempo no te ha cicatrizado a estas alturas.

Y ya no eres más la víctima de una bomba, de una ausencia. Eres el mártir de ti mismo y eso nadie lo excusa. Cuando se te concibe como un damnificado por tus propios fantasmas, por demonios que no has sabido desterrar, cuando se te acusa secretamente de pusilánime, de adicto a tu propio tormento, ya estás solo. Se perdona la inclemencia del destino, del azar, pero no la inmolación.

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Sin embargo, esta víctima cada vez más aislada en su isla de angustia y melancolía, se percibe incomunicada de un entorno evolucionado y distante pero no está sola en su soledad. Es incierto que se flagele. No sale de su enroque porque mantiene un diálogo constante consigo misma. Cuando dejas de ser reconocido tal cual eras por la gente de alrededor, cuando no te concibes con ese agujero en el pecho horadado por la catástrofe, te desdoblas. Está el yo previo al desastre y la persona resultante de la deflagración. Y ya son dos seres diferentes, claramente distinguibles, sin mucha relación entre sí. Sin embargo, han de reconciliarse. El sonido tiene que concordar con la imagen. Primero nos dessincronizamos con nosotros mismos y ese fallo en el racord vital nos desajusta con el resto del mundo.

Han pasado siete años desde los funestos atentados en Madrid. ¿Son muchos? ¿Son pocos? ¿Para qué? ¿Para quién? Nadie puede juzgar el tamaño del cráter en el alma. Nadie, en el fondo, tiene derecho a exigirnos que nos repongamos de las fatales pérdidas, de heridas que, en realidad, luchamos por asumir, por hacerlas parte de nosotros, por encajarlas en nuestra biografía, por integrarlas y, así, fulminar definitivamente al yo predolor, volver a ser uno. A estar enteros.

Pero al margen de la batalla de la víctima por sobreponerse a su desfase íntimo y social, los enfermos de pena también pelean por librarse de un terco e ingobernable deseo de fuga. Hacen esfuerzos por exorcizar una persistente voluntad de abandono de una realidad ajena y hostil. Cómo no padecer la tentación de huida de nosotros mismos, de nuestra dicotomía psicótica, del cociente mutilado. En pause en el celuloide dañado de la película de nuestra propia vida, se sueña secretamente con darle al eject.

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