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OPINIÓN
Columna
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¿Todo vale?

Aunque no sea verdad que cualquier tiempo pasado fue mejor, el lenguaje del odio está cargando de excesivas malas vibraciones nuestra vida pública. Al igual que sucede con el dilema humorístico que obligaría a dar preferencia temporal al huevo o a la gallina, resulta difícil escoger como origen de la cadena causal de esa patología a los portavoces más agresivos de los partidos o a los columnistas y tertulianos más faltones de los medios. La pérdida de confianza de la sociedad en los políticos no parece expresar cambios caprichosos de humor, sino corrientes de fondo duraderas. El barómetro de febrero del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) confirma la subida de la clase política y de los partidos hasta la tercera posición de la escala de percepción ciudadana de los problemas del país, aunque los ganadores de la medalla de bronce estén bastante detrás del paro y de la situación económica.

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Ese deterioro de la imagen pública se debe, en parte, a la sustitución de los debates basados en la defensa de programas, el intercambio de argumentos y el cruce de propuestas por las estrategias de linchamiento del adversario mediante el insulto personal y la persecución obsesiva. La costumbre de responder a las acusaciones de corrupción con el recuerdo de escándalos análogos de los partidos rivales también crea una espiral de imputaciones (según la lógica del "y tú más") suministradora de argumentos para quienes acusan a los políticos como gremio ("todos son iguales") de aprovecharse de la gestión de los bienes públicos.

Las luces rojas empiezan a parpadear cuando los adversarios políticos en una contienda democrática pasan a ser tratados como enemigos existenciales. Aunque ese papel expiatorio había sido reservado hasta ahora al presidente Zapatero por los bancos de la oposición y las tertulias de ultraderecha, los rumores sobre su decisión de no concurrir a las urnas (la suspensión del mitin electoral de Vistalegre ha aumentado hasta el ensordecimiento el volumen de los ruidos) han traspasado el potro de la tortura al vicepresidente Rubalcaba como presunto candidato socialista.

Hace dos semanas, el anuncio -realizado por la propia Esperanza Aguirre- del internamiento hospitalario de la presidenta de la comunidad madrileña para ser operada de un tumor de mama no dio lugar a reacciones extemporáneas de sus adversarios políticos, en congruencia con un sistema democrático que sabe diferenciar entre los papeles de los personajes teatrales representados en el escenario público y la condición privada de los actores encargados de desempeñarlos. No ha sido esa la suerte corrida, sin embargo, por el vicepresidente real y candidato virtual Alfredo Pérez Rubalcaba, perseguido con saña hasta la unidad de cuidados intensivos del hospital Gregorio Marañón por una sucia, intimidatoria y repulsiva campaña dispuesta a recurrir a cualquier procedimiento -todo vale- a la hora de exterminar a un enemigo político. -

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