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Columna
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Nadie le puede adivinar el futuro a un muerto

"Nadie le puede adivinar el futuro a un muerto", dice el poeta ruso Eugeni Evtushenko en Manzanas robadas (Visor), y como a los versos brillantes se les puede dar la vuelta como si fuesen una moneda de oro, la cruz de esa sentencia podría ser: "Ni el pasado a algunos vivos". Lo primero lo saben muy bien, por poner un ejemplo inquietante, los familiares de los republicanos enterrados a traición en el Valle de los Caídos, que llevan 36 años esperando a que algún Gobierno les entregue los restos de sus familiares; lo segundo, lo demuestran las víctimas de la trama de robo de niños que puso en marcha la dictadura y, aunque parezca mentira, siguió llevándose a cabo hasta los años noventa. Un uniforme militar es fácil de esconder, porque no hay más que ponerse encima de él una bata blanca de médico, una sotana, un hábito o una toga de juez, pero ese disfraz no es de los que hacen reír sino de los que dan miedo, porque es un síntoma del modo en que algunas instituciones y algunas personas son solo democráticas por fuera y esconden en el fondo la ideología, los métodos y los vicios de la dictadura.

Se van sabiendo cosas de la banda de ladrones de niños que operó hasta los años noventa
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A los republicanos les quitaron sus hijos en los años cuarenta y cincuenta, pero al juez Garzón lo han echado de la Audiencia Nacional ahora, para impedir que los buscase, tal vez porque los magistrados del Tribunal Supremo no quieren que la investigación vaya a dar a ciertos apellidos. Sumas dos y dos y es imposible descartar la idea de que en la época de la Transición aquí hubo un negocio que consistió en cambiar urnas por ataúdes, y todo parece indicar que ese contrato sigue vigente. Pero lo malo de los puntos finales es que convierte a las víctimas en ceros a la izquierda, en nombres que no suman, que se quedan al margen de la ley pero no porque la vulneren, sino porque ella los ignora. Mal asunto.

Por suerte, aún existe el periodismo, aunque los siniestros mercados traten de ponerle dentro su veneno y los políticos, tanto los visibles como los invisibles, los que hablan en los Parlamentos y los que se callan en las redacciones, intenten manejarlo y sacarle petróleo, y gracias a él ahora se van sabiendo cosas acerca de esa banda de ladrones de niños que ha estado operando en España desde la época del Auxilio Social y los comedores de beneficencia hasta hace un rato; que suplantó miles de identidades y que en todo este tiempo ha tenido a la justicia a sus pies, de su parte o en nómina, como sostiene mi amigo Juan Urbano, cuyo pesimismo radical lo empuja a menudo hacia los extremos de la razón.

El caso de una mujer llamada Inmaculada R. G., es una muestra: madre soltera y hermana de un cura, fue forzada a venirse a Madrid, que era la capital de esos delitos y tenía sedes tan oscuras como la maternidad de la calle de O'Donnell, para tener a su hija en secreto, en la clínica Nuevo Parque, de la calle de Julián Romea, y a darla en adopción. Pero se arrepintió un mes más tarde y, desde entonces, lleva 38 años reclamando que se la devuelvan, sin suerte: la Audiencia de Madrid absolvió al médico y a la abogada que habían preparado el terreno y falseado la documentación.

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Inmaculada recurrió a la Sala Segunda del Tribunal Supremo, que volvió a considerar que los acusados no eran culpables y que "la mutación de voluntad de la madre a los cinco meses del nacimiento de la niña no puede afectar a la licitud del acto encomendado a la letrada ni puede transformar en delictiva una actuación profesional cumplida con riguroso escrúpulo". Un poco después, el juez de Primera Instancia de San Lorenzo de El Escorial decretó nula la declaración de abandono dictada el 20 de mayo de 1974 por el Juzgado número 6 de Primera Instancia de Madrid, declaró válido el reconocimiento de hija natural realizado por Inmaculada ante un notario el 26 de abril de 1976, anuló la inscripción de adopción realizada por el matrimonio y ordenó que la chiquilla fuera devuelta a su madre biológica. Pero la Audiencia Territorial de Madrid revocó esa sentencia. Inmaculada presentó un nuevo recurso en el Supremo, pero este la rechazó y la condenó a pagar las costas del recurso. La verdad es que juntas todo eso y, una vez más, no te sale la palabra justicia.

Le vuelvo a dar la vuelta al verso de Evtushenko y esta vez me sale uno de Ángel González: "Un hombre nunca sabe qué pasado le espera". Las dos cosas me parecen verdad. La democracia consiste en asegurar el presente, pero también en lograr que los muertos puedan tener futuro y los vivos puedan tener pasado.

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