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Columna
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Jóvenes en dos mundos

Ellos tienen hambre de libertad; los nuestros creen que, como el aire o el agua, es el medio natural para desenvolver sus vidas. Ellos tienen sed de información y manipulan las redes para esquivar la terrible censura de sus gobernantes; los nuestros acechan los atajos para bajarse las películas o la música gratis. Ellos hablan del futuro de sus países; los nuestros solo hablan el idioma del presente. Ellos respiran confianza en su futuro, entre los botes de humo o el ruido de los disparos; los nuestros reflejan una desesperanza sin límites. Ellos saben autoorganizarse, identificar objetivos comunes y actuar en grupo; los nuestros practican un individualismo feroz en el éxito o en el fracaso. Para aquellos, la política es un instrumento útil para transformar la realidad; para los nuestros, un conjunto de anquilosadas instituciones que cada vez deciden menos sobre los asuntos realmente importantes.

Las aguas del Estrecho parecen contener un mar de mercurio. En los puertos de la vieja Europa, la política ha sido sustituida por instituciones monetarias que nadie ha elegido pero que nos dictan las directrices de unos mercados cuyo rostro no conocemos. La libertad individual se ha afirmado hasta el punto que nadie podría vivir sin ella, pero el sentido real de la democracia como poder del pueblo naufraga en la tormenta de los mercados. Mientras, al otro lado del Estrecho, voces estremecedoramente jóvenes vuelven a lustrar la deslucida moneda de la libertad y la democracia, en países que solo pensábamos que sabían entonar el idioma del fanatismo religioso.

No hay paralelismo perfecto entre la situación de los jóvenes en las dictaduras del Magreb u Oriente Próximo y los de nuestros países europeos. Pero a ambos lados del Estrecho hay una fuerza juvenil con mejor preparación que sus padres, que chocan con un mercado laboral y con una sociedad ajena. Aquellos necesitan revoluciones porque tienen que sacudirse dictaduras y mordazas. Pero nuestros jóvenes occidentales necesitan cambios económicos y sociales con urgencia.

Habla elocuentemente del envejecimiento de nuestra cultura política el hecho de que, en medio de la mayor crisis económica y ecológica, los debates más apasionados sean sobre si tenemos o no derecho a conducir a gran velocidad o fumar en los establecimientos públicos. Discusiones decadentes de personas anquilosadas en sus viejos vicios de velocidad o de posesiones. Urge un rejuvenecimiento inmediato de la política, de sus contenidos y de sus formas, pero es imposible cuando hemos expulsado a los jóvenes del debate público y los hemos convertido en un producto de consumo, o en el escalón más bajo de nuestra cadena laboral.

"Sobretitulación" llaman algunos al despilfarro de que ingenieros industriales estén sirviendo copas en los bares nocturnos. "Contratación temporal" llaman a trabajos de una hora en la que los gastos superan a los ingresos obtenidos. "Contrato en prácticas" a recibir la mitad del sueldo o no estar de alta en la Seguridad Social y "experiencia en el extranjero" a lo que siempre se ha denominado emigración forzosa.

No ha habido nunca una época que denigre tanto a los jóvenes al tiempo que ensalza la juventud como única estética oficial. Los problemas de los jóvenes se presentan en términos conflictivos (delincuencia, drogas, falta de esfuerzo) mientras se utiliza su cuerpo como objeto de consumo y reducimos su tiempo vital a un carpe diem eterno. No ha habido una sociedad que desconozca más a sus jóvenes, su preparación y conocimientos, su esfuerzo ante una sociedad tan altamente competitiva o sus valores, mucho más ecológicos y solidarios que los nuestros. Es una pena que permanezcan ajenos a la política en vez de inventar su propia forma de hacerla. Es un error que hayan renunciado a gobernar su realidad. Pero un día de estos, nuestros jóvenes apáticos recogerán su desesperanza y la transformarán en algún sueño. Al menos eso espero.

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