Una noche para el canto gregoriano de Oriente
El Coro Bizantino de Atenas actúa en una iglesia de Madrid
Iconos de santos y apóstoles cubiertos de pan de oro, lámparas ricamente repujadas con innumerables velas, terciopelos rojos tapando el altar sagrado e impenetrable, trabajada marquetería en los arcos y en el sillón del arzobispo, frases del evangelio pintadas en las paredes... A pesar de lo que pueda parecer, este templo en el que todo está concebido siguiendo los cánones de la Iglesia ortodoxa no está en Estambul, sino en la calle de Nicaragua del barrio de Hispanidad, en Madrid.
La Catedral Ortodoxa Griega acogió ayer el concierto del Coro Bizantino helénico -dentro del Festival de Arte Sacro regional-, en el que los cantores dirigidos por Lycourgos Angelopoulos interpretaron los himnos recuperados de la liturgia bizantina, después de un enorme trabajo de restauración y estudio.
"Escuchando esta música no sabemos si estamos en la tierra o en el cielo"
La música de la antigua Constantinopla convocó en la catedral a muchos curiosos, que abarrotaron el templo: todos los asientos ocupados, los pasillos llenos de gente de pie, personas sentadas en el escalón del altar y las puertas abiertas para los que no pudieron entrar en la iglesia.
El Coro Bizantino Griego, con 30 años de historia en Atenas, desplegó ayer una música melismática y sobria: el canto gregoriano de Oriente. El público asistió a un espectáculo insólito: la iglesia sonaba a Jerusalén, a Estambul y recordaba a las abadías españolas de la Edad Media, mientras el coro interpretaba el Akathista, un himno a la Virgen María que se canta en Grecia el último viernes de cuaresma -decía el filósofo veneciano Yerasimos que esta composición era "la esencia del Dios incomprensible"-.
El Aleluya, canto por excelencia de la música sacra, fue en su versión litúrgica bizantina una composición carente de excesos: continuó la sobriedad mientras el arzobispo cantaba en voz baja al unísono con el coro sin dejar en ningún momento de sostener su báculo de plata. El coro, que ha sido invitado varias veces a las Vigilias del monasterio del Monte Sinaí, seguía en un trance permanente mientras desvelaban la complicada melodía del Ave María, del compositor dieciochesco Petros Vereketis. El público, relajado, asistía al concierto con el respeto que impone un recital en una catedral, y solo contenía la respiración cuando uno de los jóvenes solistas se atrevía con un recitativo en un registro más agudo. En el ambiente podía apreciarse el olor a madera de sándalo, flores, incienso y cera derretida.
Al terminar el concierto, el misticismo en el ambiente impidió al público aplaudir inmediatamente. "Escuchando la música bizantina, no sabemos si estamos en la tierra o en el cielo", fueron las palabras de despedida del arzobispo.
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