Los peligros de la zona segura
Clara Montes es mujer adusta y ni siquiera cuando la primavera pasada grabó en Gijón su séptimo disco, Sinfónica Clara, consintió que el empaque solemne de la orquesta hiciera sombra a las canciones. El problema es que no siempre su repertorio está a la altura, ni siquiera en un escenario tan distinguido como el Teatro de la Zarzuela, que anoche la acogía.
A Clara suele costarle entrar en calor sobre las tablas. Tiene la voz timbrada, con un melisma elegante y nunca espasmódico, pero su corrección deriva a veces en academicismo, ese pariente de la atonía. Se acerca a la copla y la canción española a partir de las enseñanzas del maestro Carlos Cano, pero omite ese pellizco inaprensible -de sal, de furia- que distingue lo impoluto de lo emocionante. Ayer, aferrada a la cancioncita trillada, entraban ganas de gritarle que dude y se tambalee, que alguna vez coloque sus pies descalzos fuera de la zona de seguridad. Una zona, a la postre, bien peligrosa.
Tampoco contribuye a la palpitación esa estampa de los dos guitarristas y el bajo acústico parapetados tras sus atriles, porque no hay nada menos flamenco que el papel pautado. El revulsivo lo encontró la madrileña gaditana en sus dos fantásticas invitadas, Carmen París y Martirio, que la convulsionaron a costa de poner en evidencia sus limitaciones anteriores.
La jotera imprimió vigor a uno de los mejores originales de Montes, Los niños de la guerra, y más tarde otorgó otro aire a Soledad. Pero lo de Maribel Quiñones, la dama de la peineta, es de otra dimensión. Agarró Procuro olvidarte y zarandeó la estrofa, descabaló el compás, dejó su impronta en cada respiración. Clara, en cambio, es comedida hasta en la temática: su Canalla pa bien invita a ser malota pero poco, de buen rollo. Y sin chicha.
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