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Columna
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El parpadeo eterno

Joaquín Estefanía

A pesar de que la mayor parte del planeta ha salido técnicamente de la gran recesión, los problemas económicos no cesan de acumularse. Al no existir mecanismos de gobernanza global en un mundo que tiene la globalización como principal marco de referencia, la contradicción es evidente y no se toman decisiones ni lo suficientemente rápidas ni eficaces para que esos desequilibrios que se superponen unos a otros puedan arreglarse.

A las dificultades ya existentes con un sistema financiero enfermo se añaden ahora las vinculadas a la carestía de las materias primas y, sobre todo, del petróleo, motivada esta última en buena parte -aunque no en toda su extensión- por la inestabilidad política de los países árabes del norte de África. A mitad de la semana, la crisis libia había situado el precio del barril de petróleo en 111 dólares.

Los dirigentes del planeta han escogido la modalidad del G-20 (cuyos países, que en realidad son 25, generan el 85% de la producción mundial) como el foro más adecuado para aliviar los desequilibrios que sobreviven a una salida de la recesión a distintas velocidades, y las desigualdades más lacerantes. Pero esta formación G, que incorpora a los países emergentes que simbolizan el cambio que se ha producido en la estructura geopolítica, va perdiendo fuelle conforme avanzan sus reuniones. Si uno relee los comunicados que salieron de las primeras cumbres del G-20 que tuvieron lugar en 2008 y 2009 -el periodo más álgido de la crisis- y los compara con lo practicado, la distancia es infinida. El foro no ha fijado todavía la luz hacia la que se dirige, sino que permanece en un parpadeo infinito.

Hace justo una semana tuvo lugar en París la última cumbre de ministros de Economía y gobernadores de bancos centrales del G-20. La primera bajo la presidencia de Sarkozy, que durará todo el año. Lo que salió de ella es desconsolador: un acuerdo genérico sobre una serie de indicadores para medir los desequilibrios macroeconómicos de los países. Los escogidos (deuda, déficit público, ahorro, inversión, balanza comercial y saldo de inversiones corrientes) no son neutrales, sino producto de un pacto de última hora entre los países desarrollados y los emergentes. Estos últimos temen que cuantos más indicadores se registren, más controlada estará su política económica en el futuro. Pero los indicadores no fueron seguidos de un marco general en el que actuar o de unos márgenes de fluctuación que determinen la naturaleza y la profundidad de los problemas. Los detalles técnicos quedan para el mes de abril -otra vez la fuga hacia delante-, momento en el que el Fondo Monetario Internacional (FMI) deberá presentar su primer análisis en una nueva reunión de ministros del G-20 a celebrar en Washington. Asuntos como crear una cesta de monedas convertibles que dispute la hegemonía al dólar o la política de reserva de divisas quedan para otros tiempos.

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