La televisión de la televisión
La televisión por las mañanas, no cabe duda, realiza un servicio particular sobre millones de seres particulares, pero también realiza un servicio general a infinidades de espacios y seres generalizables.
Hay quienes, siguiendo la animadversión sobre la que llaman la caja tonta, no han salido de su tontería anacrónica y aborrecen la televisión vespertina y, sobre todo, matutina, pero esta actitud, cuanto más conspicua, menos ayuda a entender con lucidez la importante realidad matinal del mundo. Todo el mundo matinalmente se halla cubierto por las pantallas de esa particular emisión televisiva, liviana, insignificante y sosegante, que decide el estar de incontables salas de estar, de innumerables bancos de cocina, de infinitas habitaciones de hospital y de eternas emisiones colgantes sobre las barras de bares y pubs vacíos.
Nunca 'la caja tonta' es más auténtica que durante el tiempo vano matinal
Nunca la televisión es quizá más auténtica que durante ese tiempo vano. Nunca además será más verdadera que cuando, por su cuenta, sin miradas ajenas, discurre autónomamente y se comporta como un servicial suceso a lo ancho del planeta.
En hogares que tienen establecidos los programas de la tele para cada hora en función de si su situación es de parado o de enfermo, esto les marca el tiempo con mayor intensidad que un reloj. Estos espectadores cautivos son como los centinelas de la programación y los mejores representantes, a su pesar, del consumidor audiovisual ininterrumpido. No paladean lo que ven, no reciben lo emitido con la menor sombra de censura o de interés. Ven y oyen lo audiovisual sin guarniciones o excrecencias. Y son, por tanto, consumidores puros porque tampoco escogen esto o aquello con fuerte determinación, sino que, a menudo, muchos de ellos se ofrecen al menú que la pantalla desee emitirles. Así, al igual que los pacientes de los hospitales tragan con entera humildad, servidumbre y resignación los platos de la bandeja, estos telespectadores son pacientes sin impaciencia, televidentes sin exigencias, elementos basales de la intercomunicación legitimada en el hecho mismo de la emisión.
Pero también un paso más en este mundo blanco y solo es el que se desarrolla como una performance en aquellas estancias donde la televisión funciona sin que nadie se encuentre en la pieza, y nadie la ve o le preste la menor atención. Esta televisión funciona por entero a su aire o para sí. En su aire, creando su aire y sin ninguna contaminación exterior.
No hay ojos ni oídos ni cuerpo alguno para ella, sino que ella misma se escucha, si se escucha, o se ve, si lo deseara, sin contemplar nada. Su espectáculo repetido es el reflejo de su espectáculo desprovisto de función.
Sola pero absoluta, sin audiencia pero sin suspensión, sin ojos pero a su antojo, sola pero a sus anchas y en el mejor de los mundos posibles para cualquier programación, incluida no la peor programación, sino la misma programación nula. Sin crítica ni protestas, sin juicio positivo o negativo, sin intromisión ni destino. El aparato emisor funciona en el funcionamiento estricto de la no función. No sirve a nadie, nadie la sirve, no se representa ni nadie la hace presente. Mejor: su presencia redunda en la ausencia y ella misma es una ausencia en acción.
Esta entelequia, en fin, que habita a nuestro lado cumple el sueño ideal de la tele. Ser para sí y en sí. Ni proporciona ventajas a su dueño a la manera de los trabajos serviles, ni necesita el aplauso o la condena de los televidentes. Cámaras que graban y transmiten sin mediación de nadie y para nadie. Sin la colaboración directa de ninguna mente ni con la intención de llegar a mente alguna. Son como composiciones amentales, sementales de sí.
Compuestos de un mundo onanista que acaso, gracias a su imposibilidad de copulación, determinen la nueva parte creciente del mundo, desprendida de fertilidad. Ella misma consiste en el todo de la TV, sin causa ni fin igual a la invención antes de haber sido inventada, igual a la TV insuperable después de haber desaparecido la humanidad.
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