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OPINIÓN
Columna
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Chillida universal, Chillida local

Dos días después de ser inaugurado el Museo Chillida-Leku por don Juan Carlos y doña Sofía, el 16 de septiembre 2000, aparecía un artículo con mi firma en la edición vasca de EL PAÍS. Destacaba en él la sabia colocación de las esculturas sobre las suaves lomas del terreno. Valoraba la combinatoria de unas formas que recordaban a otras, porque las vuelven afines determinados ecos y aromas de formas comunes, contando siempre con la potente rotundidad que habita en el mundo plástico chillidiano. Hacia el final del artículo introducía un comentario crítico, con estas palabras:

"Respecto a Zabalaga como museo, saltan no pocas dudas sobre qué intensidad hubiera cobrado ese espacio con la aportación de sus mejores obras repartidas por el mundo, lo mismo en museos, que en espacios públicos y en colecciones privadas. Esas ausencias gravitan sobre este proyecto. Es como si el Chillida universal le hiciera sombra al Chillida local. Quiere decirse que el museo, aún estando bien, no alcanza las altísimas cotas que posee en su conjunto la figura de Eduardo Chillida como escultor universal".

Tengo que se vuelve a menoscabar la validez del propio museo

Desconozco cómo tomaron estas líneas los familiares de Eduardo Chillida. Digo familiares, porque en ese tiempo el escultor ya estaba enfermo de Alzeheimer. Murió el 19 de agosto de 2002.

Han pasado diez años. Se ha anunciado el cierre del museo, por causas deficitarias. La familia ha solicitado la tramitación de un expediente de regulación de empleo (ERE) temporal, acordándose el cierre para el uno de enero de 2011, y ha entablado conversaciones con el Gobierno vasco sobre la posibilidad de establecer algún tipo de ayuda, para poder reabrir el museo cuanto antes.

En tanto se dan esas conversaciones, paralelamente los Chillida ya han puesto a la venta en Sothebys (afamada casa de subastas londinense) doce piezas monumentales, propiedad de la familia. Según el director del museo, Luis Chillida, se venden, al margen de los motivos del cierre, porque desean que la obra de su padre siga moviéndose por el mundo. Han puesto el punto de mira en China, Corea del Sur y Japón, mercados donde apenas hay obra suya, motivo por el cual les gustaría que algunas de esas piezas "viajaran" a esos países.

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Otra vez se persiste en querer que el Chillida universal le haga sombra al Chillida local. Para mí, tengo que se vuelve a menoscabar con ello la validez del propio museo.

Otro punto discutible consiste en las exigencias de la familia Chillida por mantener el control sobre las exposiciones futuras, en caso de obtener ayuda económica por parte del Gobierno vasco. Rechazan abrir el museo a muestras temporales, que nada tienen que ver con Eduardo Chillida. Así lo han manifestado, con un añadido: "El caserío no lo vemos como un lugar en el que se pueda exponer obras de otros artistas".

No se entiende que quieran presentar a su progenitor como un artista tótem, alguien distante e inaccesible (en sus orígenes el gran río no es más que una veta de agua). ¿No saben que quería y admiraba a otros artistas, a quienes consideraba amigos suyos? Y no pienso solo en los Georges Braque, Joan Miró, Alexander Calder, Henry Moore, Pablo Palazuelo, Antoni Tàpies, Antonio López, entre otros. Me acuerdo de los más cercanos como Rafael Ruiz Balerdi, Bonifacio, José Luis Zumeta, Amable Arias, Vicente Ameztoy y Andrés Nágel, por citar únicamente a seis (los seis guipuzcoanos), a quienes vio crecer como artistas y encontrando con el paso del tiempo obras de todos ellos en más de un museo. Chillida los ha querido y admirado tanto como personas, como por sus cualidades plásticas (se lo he oído decir de su boca). Recíprocamente, ellos le admiraban como escultor y le querían como persona.

Han pasado diez años sin presencia alguna de sus amigos en la vida del museo. Parece como si su propia familia le hubiera robado sus afectos. Y no es justo.

Sería procedente una rectificación para el futuro ("el futuro es la anticipación del pasado", dixit Heidegger). En primer lugar, dejen de hacerle en términos de arte algo menos suyo, para que sea más de todos (el arte es un bien común que gana cuando se comparte). En segundo lugar, denle la ocasión de recibir simbólicamente a sus amigos. Para quien consideraba la belleza, a la manera de Brancusi, como equidad absoluta, resulta natural su quimérico afán por embellecer la vida artística de esos creadores tan queridos y admirados. Todos saldrán ganando: el museo, los visitantes, la provincia, el país, los artistas y el arte mismo cumplirá con su deber. Será un inmejorable modo de dotar de dinamismo al museo, conformándolo como un ente vivo, en continuo y estimulante movimiento (el arte no vale tanto por lo que define como por lo que estimula).

Respecto a la desmalazada y confusa prisa por "conquistar el mundo", sepan que también se llega lejos poco a poco, paso a paso. Acuérdense de la memorable advertencia de W.B. Yeats: "Lo local es el guante que nos ponemos para alcanzar el universo". Sin duda, la eternidad está aquí.

José Luis Merino, es escritor.

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