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OPINIÓN
Columna
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Anónimos

Juan Cruz

De la manifestación de los anónimos llamados Anonymous que se manifestaron el domingo último a las puertas del Teatro Real para poner verdes a la ministra y a los actores y a otros asistentes a la gala de los Goya me llamó la atención que los manifestantes fueran precisamente anónimos, es decir, que no enseñaran sus caras.

Ha tomado carta de naturaleza el anonimato como una de las bellas artes de la era de Internet. Pocos se oponen, me resulta intrigante. ¿Por qué? En otros tiempos, los anónimos, o los seudónimos, ocultaban nombres propios en peligro, que necesitaban protegerse; o nombres propios que hacían doblete, por ejemplo, en el periodismo. En este caso, era gente que escribía en un medio y al mismo tiempo lo hacía en otro, y, por tanto, tenía que disimular sus dos sueldos. Pero eso ahora no pasa, o no pasa de manera tan abundante como para llamar la atención. Cuando nació este periódico, pocos meses después de que muriera Franco, que también tuvo seudónimo, el Libro de estilo obligaba a que firmáramos con nombre y apellido y jamás con seudónimo. Había -y hay- nombres tan notorios que no necesitaban apellidos u otras especificaciones: Peridis, Máximo, Forges, Romeu... Pero en el periódico no se aceptaban seudónimos ni siquiera en las Cartas al director.

En fin. Pero ahora en el periodismo digital ha tomado carta de naturaleza el anonimato en las conversaciones con los blogueros, en los comentarios a las informaciones o a las opiniones, y a mí me parece que eso crea un ruido formidable pues las conversaciones se hallan distorsionadas por la evidente desigualdad de los términos del diálogo: quien escribe dice su nombre y apellidos, pero quien le replica estima oportuno guardarse la identidad bajo innumerables nicks que cambia según su libérrimo criterio para expresar sus libérrimas -y muchas veces insultantes- opiniones propias. ¿Cómo se puede expresar anónimamente una opinión propia?

Ese anonimato que se presenta bajo tantas formas (nicks, anónimos propiamente dichos, nombres supuestos, nombres de otras personas que se usan falsamente, e impunemente) se ha trasladado ahora a la calle; los hemos visto en Londres y en otras capitales, y el domingo último desembarcaron en Madrid esas caretas idénticas tras cuyo amparo se esconden personas como cualquiera de nosotros que, en su caso, parecen querer decirle a la ministra de Cultura y a sus antiguos colegas del cine que no están de acuerdo con lo que ellos piensan acerca de la ahora llamada ley Sinde. Lo que no se comprende muy fácilmente es que en esta sociedad, donde se dice en la prensa, en la radio, en los taxis, en la universidad y en el mercado lo que nos da la real gana sin tartamudeo alguno, alguien tiene que ponerse una careta y titularse anónimo para decir lo que se le antoja.

Puede ocurrir que este disfraz obedezca a razones estéticas, que les parece conveniente usar una careta para darle dramatismo a la situación, para llamar la atención. Pues podrían llevar la careta en el envés de la cabeza, de modo que aparecieran por un lado con su rostro y por el otro con esa inquietante careta que ahora convierte su aparición en un símbolo de tan innecesario anonimato.

Grupo de Anonymous, en los Goya 2011.
Grupo de Anonymous, en los Goya 2011.Cristóbal Manuel

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