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Crítica:ROCK | Band of Horses
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Promotores del 'tarifazo' eléctrico

A eso de las ocho y cuarto de la tarde, 80 minutos antes de que Band of Horses oficiaran su entrada en la Sala Heineken, doscientas personas se agolpaban junto al escenario para asegurarse una visión óptima de cuanto aconteciera con el quinteto de moda en el rock estadounidense. No, sospechamos que la expectación no tenía que ver con el telonero, Mike Noga, ni el estreno de piezas con títulos como Todos mis amigos son alcohólicos. Las emociones fuertes las prometía Ben Bridwell, un líder no muy carismático pero tan joven e hirsuto como muchos de sus seguidores. Y capaz de resumir con sus composiciones casi cinco décadas de tradición yanqui del rock con raíces, el country alternativo y demás derivaciones de la ruta norteamericana.

La Banda de los Caballos se permite, desde el principio, pocas contemplaciones. El arranque apuesta por ese rock saturado que les ha concedido créditos suficientes como para ejercer de teloneros en la última gira americana de Pearl Jam: batería marcial, guitarras enfurruñadas, teclados que aúllan como a quien le sube la fiebre. Si encontraste esperanzador el dato de que Band of Horses asume la herencia de Beach Boys, no te molestes en acudir a sus directos. Seguro que el nuevo disco de Fleet Foxes ("hermoso y extraño", según los pocos que ya lo escucharon) no se parece en nada a los trallazos que anoche sacudieron a 800 almas en estado de trance.

No es broma. En el último tema antes de los bises, The funeral, un seguidor tomó fuelle desde el anfiteatro y le gritó a Bridwell: "¡Eres Dios!". Son desmesura propicias para este rock solemne, épico y, a menudo, de dos velocidades: como The funeral, no son pocas las piezas que emergen sosegadas y, dos minutos más tarde, desembocan en una virulenta marejada guitarrera.

Los bosques de Minnesota, el desierto de Mojave, el halo sofisticado de Hollywood. A Band of Horses no le importa recurrir a una imaginería trillada y acompaña sus interpretaciones con imágenes arquetípicas: molinillos de viento, vaqueros y casas destartaladas, la luna en cuarto creciente. Nadie pretende descubrir un nuevo lenguaje, pero buena parte del repertorio de Infinite arms, su tercer álbum, es efectista y contagioso en grado extremo. Laredo demostró ser una pieza redonda, adictiva: rock de la tierra con estribillo para corear y su ooohhh, ooohhh pertinente. Y Older, la espléndida contribución del teclista Ryan Monroe, es ese medio tiempo sobre amores inquebrantables que Gram Parsons olvidó incluir en su disco con los Byrds.

La copiosidad de coros efusivos y estribillos con notas agudas bordea a veces el peligroso rock de estadio, esa tentación de "dar a la gente lo que quiere" de la que se burlaban los Kinks en un disco (después de haber caído en ella). Pero, en la más solvente de sus formulaciones, los Band of Horses traen a la memoria -incluso terminológicamente- a aquellos Crazy Horse de Neil Young que apuraban la potencia de sus amplificadores hasta casi provocar la fosfatinización de los plomos. En sus momentos de mayor intensidad, Brad promueve un tarifazo en toda regla, una drástica curva ascendente en la factura de la luz. Algún ex presidente con buen sueldo le estará muy agradecido.

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