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Columna
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Cáncer

Sólo hay una categoría de seres más candorosos que aquellos que aspiran a cambiar la realidad a través del boletín oficial: aquellos que aspiran a cambiarla a través del diccionario.

A la pléyade de asociaciones, sindicatos, oenegés y cofradías, que pretenden eliminar, confiscar o pervertir ciertas palabras, acaba de sumarse un nuevo colectivo. Este afronta un dramático y heroico designio: que la Real Academia tache del diccionario de la lengua una acepción (concretamente la cuarta) de la palabra cáncer. Se trata de aquella que lo define, en sentido figurado, como "la proliferación en un grupo social de situaciones o hechos destructivos". Según los promotores de la cosa, el uso de expresiones como "la droga es el cáncer de nuestra sociedad" resulta intolerable, ya que estigmatiza la enfermedad. En esto están de acuerdo SEOM, FAPE, ANIS, GEPAC y FECMA. Se trata, como ya han adivinado, de la Sociedad Española de Oncología Médica, la Federación de Asociaciones de Periodistas de España, la Asociación Nacional de Informadores de Salud, el Grupo Español de Pacientes con Cáncer y la Federación Española de Cáncer de Mama. Un portavoz ha dado razón moral de esta nueva cruzada: debemos acostumbrarnos a hablar del cáncer como "una enfermedad casi normal".

El lenguaje es connotativo, está revestido de matices, sobrentendidos y secretas insinuaciones. Ninguna palabra es inocente a la hora de moldear las conciencias. Unos padres pueden estar honestamente convencidos de que llaman a su hijo Ray en vez de Raimundo porque es más bonito y atractivo, cuando tal opción es sólo el fruto de concretas reglas de subordinación y jerarquía entre sistemas culturales donde, según la época, unos colonizan y otros son colonizados. La lucha por dominar el lenguaje es una lucha eterna, cruel e implacable. En ella concurren ideologías y religiones, empresarios y sindicatos, ecologistas, feministas y animalistas, médicos, escritores y fabricantes de helados. Ocupar parcelas del lenguaje es ocupar las almas, dirigir los recursos mentales de la gente, expropiar la libertad intelectual aunque nosotros, ingenuamente, sigamos pensando que escogemos las palabras con total libertad. La lucha por el lenguaje es la lucha por la dirección de las conciencias. Es una historia cruel, pero, al mismo tirempo, una historia irremediable.

Lo estúpido es aspirar con el lenguaje no ya a condicionar las construcciones mentales sino a cambiar la realidad física, aquella que transcurre más allá de nuestras teatrales representaciones subjetivas. Así se llega a la sandez de querer equiparar, mediante un golpe de estado lingüístico, el cáncer con el catarro. Y este hábito se extiende, se extiende como una metástasis, como un cruel carcinoma. Los burócratas del lenguaje, los cabecillas que pretenden reinar sobre el diccionario. Ellos sí que son el cáncer de la lengua.

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