Obras opuestas
Difícilmente se encontrarán, en el repertorio ruso, dos obras tan opuestas como las escuchadas el martes. Opuestas no solo por la época o el estilo, sino por su carácter intrínseco. El Concierto para violín y orquesta núm. 1 de Shostakóvich es recatado, conciso, introvertido, con símbolos y acrósticos de comprensión no obligada para su disfrute. La Sinfonía Manfred de Chaikovski (situada cronológicamente entre la Cuarta y la Quinta) es extensa y ampulosa. Su expresividad bordea los límites del exhibicionismo emocional. Y su programa -porque lo tiene, basado en el poema homónimo de Byron- sí resulta necesario para penetrar tales turbulencias sonoras. Con todo, la capacidad constructiva de Chaikovski le permite cimentar de alguna forma los excesos. Por otra parte, no se programa casi nunca, y eso le confiere un valor añadido a la ejecución del martes.
PHILHARMONIA ORCHESTRA
Director: Dmitrij Kitajenko. Violín solista: Sergey Khachatryan. Obras de Shostakóvich y Chaikovski. Palau de la Música. Valencia, 1 de febrero de 2011.
El concierto de Shostakóvich estuvo servido, desde el primer compás, con una intensa y perceptible concentración por parte del solista y de la orquesta, que parecían deambular por un mar de quieta tristeza, sin aspavientos. Larguísimas frases del violín, dentro de una gama que jamás sobrepasaba el mezzo-forte, encontraron sin embargo, en ese espacio, admirables gradaciones dinámicas. Lo mismo sucedió en la Passacaglia, sobre todo en la dolorosa cadenza final, rica también en diversas intensidades de vibrato, dobles cuerdas y pasajes de virtuosismo nunca circense. En suma: todo un manual de delicadeza. La orquesta estuvo a la altura del joven violinista armenio, que dio después, como propina, una bella canción folclórica de su país.
Kitajenko se dejó luego de sutilezas e interpretó Manfred tal como parecen pedir el aparato orquestal y la historia narrada. Órgano, campanas, mucha cuerda, trompetería, etc. La Philharmonia, tan dúctil como siempre, le siguió por esos derroteros. A destacar el conjunto de trompas, que ya había gustado mucho en la obra anterior. También las maderas. Hubo momentos bonitos: el inicio del segundo movimiento, con esa ligereza tan descriptiva de un mundo encantado. O el fugato del cuarto que, por desgracia, fue rápidamente interrumpido por unas danzas más o menos infernales. Al final, la orquesta a todo trapo y el solemne órgano dieron las últimas pinceladas a la agitada vida del protagonista.
De regalo (y para descansar), Prokofiev.
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