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Columna
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El hierro de madera

No me atrevo a poner aquí que el Estado de las Autonomías sea un fracaso, como quiere el sujeto del bigote, pero lo que resulta incuestionable es que anda de capa caída. El ruedo político nacional se parece cada vez más a un cumpleaños al que han invitado a una caterva de niños pésimamente educados, cada uno de los cuales desea para sí el trozo más gordo de la empanada sin dejársela ni morder al vecino de mantel: agravios comparativos, competencias trasvasadas y competencias que se estancan, primeras y segundas velocidades son expresiones comunes que, cierto, harán hasta al más lego dudar del éxito de esta fórmula híbrida que ensayó nuestra última Constitución. Uno no puede alinearse entre los derrotistas del bigote, que sueñan con viejas águilas bicéfalas, pero tampoco puede afiliarse sin más al maximalismo de Griñán y esos otros que, no sé con qué fundamentos, aclaman a la descentralización como la gran panacea que ha traído a este país los años más paradisíacos de que ha disfrutado en su historia. Para no herir postillas ahora que tiene medio pie en una casa más grande que la suya (concretamente un palacio), Rajoy opta por la vía intermedia: el Estado de las Autonomías es malo, pero no tanto, o bueno, pero no del todo; que necesita reformas en la cocina y el baño, vamos. Y a mí me parece que todo este guirigay de nacionalidades, regionalismos, banderas, idiomas cooficiales y todo lo demás no se va a arreglar mediante parches ni enmiendas, porque viene defectuoso de fábrica: el pulgón que se lo come está antes en la raíz que en el tallo. El Estado de las Autonomías podrá seguir creciendo, que no lo dudo, y decorando el arriate con el resto de los rosales y las clavellinas, pero lo han torcido; y ello porque brota de una semilla podrida.

Lo que tenemos es resultado de un malentendido, o peor, de un deseo mostrenco de no aclararse. Mi admirado Schopenhauer usa el pedante término de sideroxylon para designar aquel objeto que, por pura contradicción en los términos, no puede existir: literalmente significa hierro de madera, e igual podría valer por círculo cuadrilátero, montaña sin valle, Dios trino y uno o Estado que a la vez es varios estados sin dejar de ser un estado. Motivaciones de cariz contemporizador llevaron a nuestros próceres de 1978 a inventar ese expediente, la autonomía, con el fin de contentar a los entonces llamados nacionalismos históricos, que temían extraviar su identidad dentro del río revuelto de la patria española: y poco a poco fueron sumándoseles individualistas de toda laya, amantes de su aldea, habitantes de las esquinas que reclamaban un escudo para su cantón particular. Digo que el Estado de las Autonomías se halla sometido a una continua tensión entre el centro y las periferias porque no elige tajantemente ninguno de los dos caminos disponibles: tiene miedo de gobernar desde Madrid, aunque la Hacienda, la Defensa, la policía y otras instancias exijan un mecanismo coordinado, por no ser acusado de dictadura; tiene miedo de entregar todos los poderes a las comunidades (fiscal inclusive), por no romperse las costuras. El resultado: la dichosa palabrota de Schopenhauer. Cada cual cuenta con su receta particular para desatar este nudo gordiano (ya conocemos la del águila), pero me preocupa constatar que nadie repara en la más obvia: si queremos ser coherentes con la descentralización, instauremos una república federal; eduquemos, curemos, legislemos cada uno en casa y pongámonos en común para lo que depende de fuera, seamos el Reichstag o la Casa Blanca. Y si no, pues nada: a seguir peregrinando para prosperar a la villa y corte de marras.

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