Lecciones tunecinas
Túnez le ha dado a la comunidad internacional una lección de democracia por la madurez de los insurgentes, la moderación de sus consignas y la calma con la que se enfrenta a los grupos organizados
1. Alegría
Los tunecinos nos han recordado que a un pueblo que ha perdido el miedo no hay despotismo que se le resista
¿Se sabía que Ben Ali estaba saqueando su país? ¿Y esperan a que pierda el poder para decirlo?
Qué maravilla, ese momento siempre asombroso en el que un poder que creíamos eterno vacila, se resquebraja, se desploma como un castillo de arena. ¿Que si el Ejército precipitó las cosas? ¿Que si el general Rachid Ammar empujó a Ben Alí hacia el avión? Seguramente. Pero ya casi ni merecía la pena. Pues, aunque cuente con los mejores generales del mundo y con la policía más cruel -o, como diría la señora Alliot-Marie, la más eficaz del planeta-, ningún Estado aguanta el tipo ante un pueblo que, un buen día, decide que ya basta, y se solidariza con un pequeño comerciante de Sidi Bouzid que se ha inmolado prendiéndose fuego. Valor. El poder de la grandeza y el heroísmo. Una vez más, la fuerza de los tiranos residía solo en la debilidad de los tiranizados. A un pueblo que ha perdido el miedo no hay despotismo que se le resista -lo sabíamos desde La Boétie y los tunecinos nos lo han recordado ahora-. Veintitrés días de manifestaciones contra veintitrés años de terror: no es un milagro, como dicen algunos; es lógico; es la mecánica de las cosas; es tan hermoso como el más puro, el más implacable mecanismo.
2. Una insurrección árabe
Pues sí. ¿Recuerdan a los que decían que algunos pueblos están hechos para la rebelión y otros no? ¿Recuerdan a esos apóstoles del choque de civilizaciones para quienes la idea de un país musulmán -y en particular, árabe- abierto a los derechos humanos era una contradicción en los términos? Hoy se han cubierto de gloria. Ya no parecen tan listos, esos adalides del diferencialismo que nos acusaban de atribuir a los países musulmanes unos ideales que les son ajenos. Lo que nos ha enseñado el pueblo tunecino es que, pese a esos racistas, los principios democráticos son universales. Y es que, pese a esos derrotistas, por mucho que se los reprima, sofoque o aplaste, por mucho que se desanime o se diezme a sus defensores, esos principios son invencibles. Hoy, Túnez. Mañana, la Libia de Gadafi, la Siria de la familia Assad y, tal vez, el Irán de Ahmadineyad. Hacía falta mucho desprecio para no ver en esa región del mundo nada más que pueblos de lacayos abandonados a su exótico letargo. Ha sido necesaria la tranquila intrepidez del pueblo tunecino para que empecemos a hacer oídos sordos, o eso espero, a un prejuicio del que no sabría decir si es más estúpido que insultante, o viceversa.
3. El motor de esta revolución no ha sido el proletariado
Es evidente. No han sido ni los nuevos pobres ni los pobres de siempre. Ni siquiera han sido solamente esas famosas clases medias cargadas de diplomas que se sentían traicionadas por Ben Alí. No. Han sido los internautas. Los usuarios de Twitter, Facebook, YouTube, etcétera. Han sido esos hombres y mujeres que, provistos de un smartphone, recorrían las calles de Túnez para filmar la represión y la insurrección. Han sido los Anonymous, ese grupo de hackers al que ha apoyado mi revista, La Règle du Jeu, y que, cuando comprendieron que la ciberpolicía iba a reducir a la nada ese espacio de ciberresistencia, atacaron las webs oficiales del régimen y bloquearon la maquinaria estatal. Una revolución dentro de la revolución. Ayer se tomaban las televisiones. Anteayer, los palacios de invierno. Se acerca el tiempo de una e-revolución, la primera en su especie, y la juventud tunecina acaba de darle carta de naturaleza. También por eso, por haber llevado a tal punto de excelencia esta nueva forma de resistencia, gracias.
4. Hay revoluciones y revoluciones, por supuesto
Y como los franceses sabemos por experiencia, detrás de un 1789 siempre puede perfilarse un 1793. ¿Ocurrirá lo mismo en Túnez? ¿Veremos cómo el perfume del jazmín cede al hedor de la intolerancia o, peor aún, al del islamismo radical que Ben Alí pretendía contener? Todo es posible, por supuesto. Y los milicianos favorables al régimen derrocado que, en el momento en que escribo, aún recorren la capital intentando sembrar el terror son capaces de cualquier provocación. Pero lo que impresiona por ahora es la madurez de los insurgentes. La moderación de sus consignas. La calma con la que hacen frente, en los barrios, a los grupos organizados. Y en cuanto al líder del Hizb Ennahda, exiliado en Londres, basta con leer las tímidas declaraciones que ha hecho desde la huida de Ben Alí para comprender que está lejos de convertirse en un nuevo Jomeini. Entonces, ¿por qué no renunciar a nuestras ideas preconcebidas, también en este caso? ¿Por qué no dejarse llevar por el acontecimiento y por la lección de democracia árabe, por ahora inequívoca, que está dando Túnez?
5. Una última palabra sobre el extraño reflejo de la comunidad internacional
Y en particular de Francia. Habrá quien diga que estamos acostumbrados. Pero aun así... Una ministra de Asuntos Exteriores que ofrece la experiencia de las fuerzas de seguridad francesas a una dictadura agonizante... Esa misma ministra que, pretendiendo excusarse, concede una entrevista al Journal du Dimanche en la que menciona tres veces su voluntad de "no injerencia" en los asuntos del pueblo tunecino... Y el Elíseo, que en un comunicado difundido el sábado dice haber "tomado medidas" para "bloquear administrativamente" los "fondos tunecinos" de Ben Alí en Francia... ¿Qué significa esto? ¿Se sabía que existían tales fondos? ¿Se sabía que Ben Alí estaba saqueando su país? ¿Y esperan a que pierda el poder para decirlo? Esto es algo peor que un reflejo, es una confesión. Y una confesión que dice mucho de la moral que puede llegar a dirigir la política exterior de un gran país. Un mangante en el poder es un amigo. Cuando la ciudadanía lo derroca, entonces sí, duro con el bandido.
Traducción de José Luis Sánchez-Silva.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.