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Columna
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La nostalgia es otra cosa

Carlos Boyero

Ingenuamente quiero pensar que la publicidad, un negocio que utiliza montañas de dinero en la seguridad de que únicamente puede venderse lo que recibe una adecuada promoción, no ha marcado mi existencia, que siempre he sentido rechazo intuitivo, visceral y racional hacia los sueños que pretende vender y las edulcoradas mentiras con las que arropa sus mensajes. Tengo la arrogante convicción de que la mayoría de las cosas que compro o deseo no han sido publicitadas, que mi subconsciente y mi consciente se han resistido siempre con éxito a ser colonizados por ese incansable torrente de spots y de imágenes que quieren venderme algo que ni necesito ni amo. Soy de los que apagan la televisión o le quitan el sonido a la radio cuando llegan los anuncios. De los que desconfían por principio de los tesoros que albergan esos productos que te asaltan impune y machaconamente en tu cotidianeidad.

TVE, convencida de que el desolado Jorge Manrique tenía razón al afirmar en las coplas a la muerte de su padre "como a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor", se ha inventado una serie, Los anuncios de tu vida, con la pretensión de que reconozcamos nuestro pasado a través de la historia de la publicidad española. El sonriente comunicólogo Campo Vidal es el conductor de ese repaso sociológico, psicológico y sentimental de nuestra evolución mediante los anuncios que nos han bombardeado a lo largo de la vida. Utilizan el humor y la ironía para analizar el fenómeno. Imagino que también explotan la nostalgia. Y me pregunto: ¿Nostalgia de qué? A medida que se acerca el definitivo invierno, la memoria sentimental y lúdica puede consolarse con las sensaciones que te regalaron películas, libros y discos amados, con los cuerpos y los corazones que disfrutaste, con las risas que compartiste con los amigos, pero hay que estar muy tarado para asociar el esplendor en la hierba con los mensajes publicitarios que marcaron cada época de tu existencia. Es demasiado grosero, anacrónico, kistch.

El universo de la publicidad solo me fascina cuando me lo muestra la serie Mad men, de imposible exhibición a partir de ahora en las televisiones públicas porque no hay un plano en el que los personajes dejen de fumar y de beber. También constatas la brillantez y creatividad de sus cerebros para vender cualquier cosa. Y yo, tan tonto, empeñado en que soy invulnerable, en que solo compro lo que yo quiero.

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