Breve historia de las cubiertas
Oscar Wilde sostenía que sólo la gente superficial no juzga por las apariencias; su observación redime al lector que, obnubilado por la cantidad de títulos que impúdicamente se le ofrecen desde los escaparates de las librerías, se deja seducir por aquellos con las cubiertas más vistosas o más originales, más elegantes o más audaces. Para quien nada sabe de un cierto libro (título misterioso, autor desconocido, editor ignoto) la cubierta ilustrada insinúa el contenido, como en una suerte de adivinanza iconográfica ofrecida a la perspicacia del lector. Todos hemos comprado un libro a causa de la cubierta, desde aquellas primeras de Alianza que revolucionaron el diseño editorial con sus invenciones surrealistas, hasta las más recientes, ingeniosamente elegantes, de la pequeña editorial mexicana Almadía. A los veinte años, Truman Capote, temprano conocedor de las estrategias comerciales, insistió para que su primer libro, Otras voces, otros ámbitos, apareciese con la foto del propio Capote en la cubierta, reclinado lascivamente como una odalisca en su diván. No cabe duda que, sin descontar los méritos literarios del libro, fue la cubierta la que lo convirtió en un succès à scandale.
Sin embargo, como los grandes seductores, las cubiertas también mienten. ¿Cómo suponer que una mano femenina sosteniendo negligentemente una copa de champagne corresponda, en una cubierta de los años sesenta, a Madame Bovary? ¿Qué relación pudo haber imaginado cierto diseñador argentino entre contenedor y contenido cuando eligió ilustrar una edición de Macbeth con un paisaje alpino, incluidas las vacas con sus cascabeles? ¿Y por qué aparece Borges (o alguien que se parece a Borges) del brazo de un joven hippie sobre la cubierta de una edición colombiana de El Lazarillo de Tormes?
La historia de las cubiertas es mucho más reciente que la historia del libro. El libro nace hace unos seis mil años, en Mesopotamia, bajo la forma de tabletas de arcilla, generalmente conservadas en cajas de cuero o de madera; las primeras cubiertas remontan apenas al siglo V de nuestra era cuando el códice de hojas plegadas empezó a remplazar casi por completo los engorrosos rollos de papiro. Para los primeros lectores de códices, como para los lectores de nuestros textos electrónicos, sólo el contenido del libro era tenido en cuenta: la cubierta poco importaba. Durante largo tiempo, las cubiertas sólo tuvieron una función práctica: proteger el libro que cubrían. Puesto que los códices eran guardados acostados sobre los anaqueles, las cubiertas llevaban a veces el título (o el nombre del autor) escrito en el lomo o en el costado: esta voluntad de identificación tal vez contribuyó más tarde al deseo de decorarlas. Si bien hay ejemplos de cubiertas decoradas en los siglos V y VI, la costumbre de dar a la cubierta su propio valor estético no se estableció hasta siglos después. En la alta Edad Media, y sobre todo en el Renacimiento, las cubiertas transformaron al libro en objeto de lujo, y la encuadernación fue reconocida como un arte en sí mismo, a medio camino entre la orfebrería y la alta costura.
Si la encuadernación artesanal, aún en nuestros días, da a un libro una identidad única y privada, las cubiertas impresas, sobre todo a partir de los finales del siglo XIX, brindan la ilusión de una uniformidad democrática. Curiosamente, sin embargo, esa misma uniformidad puede ofrecer a un libro una nueva vida. Bajo otra cubierta, con otro diseño, un cierto texto se vuelve original, adquiere una virginidad artificial. Es así como, después de una adaptación cinematográfica, los clásicos se disfrazan de best seller, y un Brad Pitt reluciente de sudor sonríe sobre la cubierta de nueva edición de la Ilíada.
A lo largo de los siglos, las cubiertas cambian, multiplican sus estilos, se vuelven más complejas o más discretas, más comerciales o más exclusivas. Siguen ciertos movimientos artísticos (las efusiones neogóticas de William Morris o los inventos tipográficos del Bauhaus), se pliegan a voluntades comerciales (la unificación de diseños de las colecciones de bolsillo o la identificación de ciertas maquetas con la seudoliteratura del best seller), adoptan y definen géneros literarios (las cubiertas de las novelas policiales o de ciencia-ficción de los años cincuenta). A veces los diseñadores de cubiertas quieren ser más literarios que los autores del texto, y es así como dan a luz cubiertas en las que no aparece el título del libro (la edición inglesa de Aqua de Eduardo Berti) o remplazan el título con el primer párrafo del libro (la edición canadiense de Si una noche de invierno
... de Calvino) o el título y el nombre del autor aparecen impresos boca arriba (una edición alemana de Viaje al centro de la Tierra de Julio Verne). En tales casos, el lector siente que la cubierta ha incurrido en algo asó como una falta de lèse-majesté.
Para su lector, la cubierta de un libro tiene algo de documento de identidad, emblema y resumen del libro mismo, una imagen que define y tal vez hasta usurpa la autoridad del texto. No leemos el Quijote: leemos el Quijote con la cubierta que lleva un grabado de Gustave Doré, o el retrato de Cervantes, o la sobria tipografía de los Clásicos Castellanos, o el azul cuadriculado de la Colección Austral. Entre todos estos (y varios más) está mi Quijote: tiene cubiertas negras, letras blancas y un grabado de Roberto Páez. Ese es, para mí, el Quijote auténtico.
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