Patologías comunes
Obsesiones irrefrenables, incomprensiones, arrepentimientos. Certezas tardías, catástrofes, reconciliaciones angustiosas. Terceros interpuestos y supervivencias in extremis. Este es el universo argumental que nutre buena parte del cancionero de Ellos y la casi totalidad de su último trabajo, Cardiopatía severa, que estrenaron ayer en un Neu! Club con muy buena entrada. Una temática tan familiar que -por seguir con la terminología médica- entronca con todas esas patologías que atormentan al común de los mortales. El amor y otras gripes.
Guille Mostaza y Santi Capote (apostilla clásica: sí, los apellidos son reales) fían buena parte de su encanto a la cotidianeidad de sus historias. Lo suyo es pop de escuadra y cartabón al servicio de unas letras que comprometen al oyente, y hasta lo engatusan por la vía de la identificación. Cualquiera escucha Lo nuestro o Cerca y las interpreta en primera persona: el mismo fenómeno al que ha sacado partido el joven Trueba con Todas las canciones hablan de mí.
El repertorio de Cardiopatía severa desfiló casi en su integridad, aunque su publicación aún sea lo bastante reciente como para que piezas más añejas -En tu lista, Cuélgalo, Lo dejas o lo tomas- se beneficien en mayor medida del efecto karaoke. Hay, con todo, buenos ejemplos del talento berlanguiano de Guille en varios de los nuevos temas: seguro que Carlos Berlanga habría alzado los pulgares escuchando Hasta el final.
Sus hechuras musicales siguen siendo eficaces, aunque reiterativas. El patrón es casi siempre el mismo: estribillos relampagueantes y expansivos, cuatro acordes escasos, líneas de bajo juguetonas y un batería que, sin complicarse la vida, suda la camiseta desde el primer minuto. Las personalidades, además, se presentan en términos de complementariedad. Santi, el encorbatado, mantiene un aire más ausente mientras su socio aventa el flequillo y asume una pose de mayor tormento, como un Jarvis Cocker sin miopía.
Hay algún tropezón entre las nuevas canciones, como la evidente Por qué no volvemos o la tontorrona Cumpleaños feliz, que no se sabe si busca un hueco junto a su homóloga de Stevie Wonder o, ejem, la de Parchís. Pero el balance final supera su equivalente fonográfico. Incluso con la desaparición de ese componente orquestal que transita por la delgada línea entre lo refinado y lo relamido.
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