No más delirios
En contra de lo que pueda parecer, hay bastantes cosas que unen al arte y a la política, entre ellas la propensión de sus protagonistas a mirarse en el espejo de la Historia. De una de esas infelices conjunciones entre políticos y artistas obsesionados con la posteridad e imbuidos de delirios de grandeza, nació la Cidade da Cultura. En las faldas del hasta entonces semidesconocido monte Gaiás se citaron dos deseos de alcanzar la gloria eterna: un político (Fraga) en la fase final de una larguísima trayectoria, rodeado de una corte infinita de aduladores que alimentaban sus sueños de grandeur imperial y empeñado en dejar su huella indeleble por los siglos de los siglos, halló su pareja perfecta en un arquitecto (Eisenman) hasta entonces más conocido por sus disquisiciones teóricas que por su escasa obra, que desdeñaba trivialidades de mentes estrechas como la búsqueda de utilidad a los edificios y al que obsequiaron con un bono de barra libre para erigir el mayor templo posmoderno que nunca el planeta hubiese contemplado.
No debería ser tan difícil rentabilizar el proyecto en una ciudad que recibe millones de turistas
El último elemento para convocar la tormenta perfecta lo aportó un conselleiro chapucero (Pérez Varela) al que la cultura contemporánea resultaba tan familiar como los misterios de la física de partículas. Cierto que aquel conselleiro era el jefe y guardián de la corte de cobistas, alimentada a base de generosas regalías públicas. En aquellos años dorados, todo el mundo sabía que quien osara aventurarse por el terreno de la crítica acabaría arrojado a las tinieblas exteriores. Y allí penaron, sin que nadie escuchase sus protestas, las poquísimas gentes que se atrevieron a avisar de la desmesura. Lo demás fue un silencio estrepitoso, convenientemente regado a golpe de chequera.
Cuando el bipartito llegó al poder, se encontró con todo atado y bien atado. Hasta el momento final (en plena jornada de reflexión, previa a las elecciones de 2005, y durante las semanas en que la Xunta de Fraga estuvo en funciones) el Gobierno anterior siguió comprometiendo enormes cantidades de dinero para evitar que nadie cayese en la tentación de dar marcha atrás. El PSdeG y el BNG se encontraron con un hijo malquerido y nunca supieron muy bien qué hacer con él. Y a los anteriores delirios de grandeza se sumó uno nuevo. Las opiniones hasta entonces enmudecidas despertaron para dar lugar a un alboroto insoportable. Todo lo que no se había dicho cuando era pertinente decirlo -incluidos los recuentos de los hospitales, los colegios o los kilómetros de carretera que se podrían haber adquirido con el dinero del Gaiás- se convirtió en una letanía diaria contra el nuevo Gobierno, que terminó entre desconcertado y acobardado. Era el episodio que faltaba para completar una de las historias más disparatadas de la Galicia contemporánea: el proyecto que casi nadie había cuestionado cuando todavía era posible frenarlo -o al menos reconducirlo- fue erigido en símbolo de todos los males del Gobierno en el momento en que ya no había marcha atrás.
Lo escrito hasta aquí debería ser olvidado a partir de hoy. Seguramente la Cidade da Cultura quedará entre nosotros como un símbolo del despilfarro público y de los extravíos de la arquitectura rendida a las reglas del espectáculo. Pero de lo que se trata ahora es de contribuir a que el Gobierno -este o los que vengan- pueda rentabilizar para Galicia un proyecto que es ya un hecho consumado. No debería resultar tan difícil en una ciudad que recibe millones de turistas cada año. Plantearse dinamitar una obra en la que ya se han gastado casi 500 millones de euros, mantenerla cerrada sine die o convertirla en oficinas administrativas constituiría el delirio final de una historia ya demasiado delirante.
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