Risas en China
Por pura casualidad, he estado tres veces en China en los últimos 25 años, lo cual no me convierte en especialista en ese país pero sí en una curiosa observadora de sus cambios. La primera vez acababa de ponerse en marcha la reforma económica, que comenzó liberalizando una parte de la venta de los productos agrarios. Las avenidas de Pekín rebosaban de tenderetes con toda clase de verduras de enorme tamaño y restallante colorido. Vimos las primeras zonas abiertas de turismo y una sociedad que empezaba a recontar su riqueza por el número de patas de los muebles de su hogar y los enchufes de los aparatos eléctricos. Nunca supe cuántas patas eran necesarias para considerarse rico. Todavía las avenidas de Pekín eran un río de bicicletas negras y las autoridades habían decidido que los retratos de Mao fuesen un poco más pequeños que en la etapa anterior. Algo típicamente chino como pude comprobar en la casa de Shanghai donde se fundó el Partido Comunista. Allí las fotos de los fundadores que después habían traicionado al PCCh no habían desaparecido pero sufrían el justo castigo de tener unas minúsculas dimensiones frente a las imágenes más grandes de los que permanecieron leales. En un poblado cercano a Shanghai, las autoridades chinas nos informaron de sus planes para hacerse con el mercado internacional de productos de baja gama: adornos navideños y utensilios de todo tipo que después nos han inundado.
La segunda vez estaban aún cercanos los sucesos de Tiananmen y el fracaso de la reforma política. A cambio de esto, el Régimen proclamó que el objetivo vital de los chinos era hacerse ricos. Los almacenes, los rascacielos innumerables que se elevaban, daban cuenta de que el objetivo estaba teniendo éxito. Era el tiempo de la transferencia tecnológica, de los acuerdos con las multinacionales europeas y americanas para la fabricación a bajo costo de sus productos. Las bicicletas compartían las avenidas con los coches alemanes cada vez más numerosos. Shanghai se había convertido en una ciudad con un paisaje urbano de ciencia ficción.
La última vez, en el año 2002, formé parte de una delegación andaluza para la presentación de la oficina comercial Extenda en Pekín. Cuando el delegado comercial de España, nos informó de que China planeaba convertirse, en el plazo de unos diez años, en la segunda o tercera economía mundial, se escucharon las risas del auditorio. Yo ya había aprendido a tomarme en serio las estimaciones económicas de ese país. Las ciudades habían cambiado radicalmente, los nuevos ricos exhibían su nuevo estatus y la desigualdad patente se justificaba como paso previo del ascenso social. Las bicicletas perdieron definitivamente frente al empuje de los automóviles y las fotos de Mao escaseaban.
Para el acto de presentación oficial, la delegación andaluza había transportado una abundante reserva de jamón ibérico, uno de los productos estrella de la promoción. En el momento en que Magdalena Álvarez tomó la palabra para dirigir un saludo, las luces se apagaron. Fueron solo unos minutos, pero cuando volvieron a encenderse no quedaba ni rastro de jamón en las numerosas bandejas dispuestas en el bufé. La colonia española había liquidado, en la oscuridad, el manjar de la degustación.
De aquella delegación andaluza, compuesta por políticos y empresarios, solo tres sociedades tomaron en serio, en aquel momento, la comercialización en China de productos andaluces. El resto sonreía con la superioridad que al parecer confiere el simple hecho de ser europeo. Algunos medios de comunicación criticaron el despilfarro de la apertura de una oficina comercial en Pekín.
Esta semana, cuando las empresas españolas se daban tortas por estar en la recepción de Li Keqiang y escuchaba que el turismo, las energías renovables, el aceite y el jamón pueden ser objetivos preferentes del comercio con China, me acordaba de todo esto: de las risitas en la presentación oficial; y del desprecio a todo lo ajeno, especialmente si no es blanco y occidental.
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