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El desconcierto de Navidad

La Navidad siempre me desconcierta. En el calendario son tan solo tres fechas en rojo y, sin embargo, apenas dejamos atrás los difuntos de noviembre, la megafonía de los comercios ataca con los villancicos. Curioso género musical este de los villancicos, curioso y también desconcertante si uno trata de intelectualizar las letras. Fíjense en el de "la marimorena" y su cansino "ande, ande" que propone sin ambages montarse la juerga a base de alcohol. "Dame la bota María que me voy a emborrachar". Edificante propuesta la del moñas.

Un clásico en su género es ese de la burra cargada de chocolate. Lo peor no es que aquel pobre animal fuera a Belén echando el bofe, lo que tiene la gracia justa, sino que resulta del todo imposible que ello aconteciera. El cacao vino de América con los conquistadores españoles, 1.500 años después del nacimiento de Jesús. Así que en Belén no pudo haber chocolatinas. Como tampoco parece probable que la Virgen se estuviera "peinando entre cortina y cortina" en un establo, como reza otra de nuestras joyas del cancionero. Ya resulta harto improbable que "sus cabellos fueran de oro", las rubias no abundaban en Judea, pero lo que es absurdo es que utilizara un peine de "plata fina". La pobrecilla no tenía ni un techo donde parir y se va a gastar los denarios en un peine de plata. Y para remate ese incoherente estribillo; "pero mira como beben los peces en el río". ¿Dónde se ha visto que los peces vayan al río a beber? ¡Qué disparate! Me quedo con "el pequeño tamborilero" que, aunque dudo que deleitara los oídos de la Sagrada Familia dándole al tambor en semejante trance, al menos utilizó un instrumento creíble por su procedencia de la vecina Persia.

¿Quién puede creer en un tipo que viene del Polo Norte y que va gritando "ho, ho, ho"?

Otro elemento desconcertante del imaginario navideño son los Reyes Magos. Todos sabemos el halo de misterio que rodea a estos tres personajes de identidad y procedencia incierta. El toque mágico está bien, lo que me despista es lo de sus ofrendas; oro, incienso y mirra. Mucho me temo que eso se lo sacó alguien de la manga porque, por muy pasmado que fuera san José con las cosas materiales, si le regalan oro, coge a su señora y al niño, deja el establo y los aloja en una posada como Dios manda. Algún mal pensado diría que lo guardó para invertirlo en la carpintería.

A pesar de todo los Reyes Magos me caen bien porque subían a mi casa cuando era niño y lo tenían bien jodido para trepar por el patio. En cambio Papá Noel me cae gordo y no porque trate de competir con los Reyes, sino porque su rollo es insostenible. Los tiranos de Hollywood se han empeñado en imponernos a este personaje bajo la amenaza de que si no creemos en él abjuramos del espíritu navideño y somos unos miserables carentes de sentimientos. Pero ¿quién puede creer en un tipo que viene del Polo Norte y que antes vestía de verde hasta que los de Coca-Cola lo vistieron de rojo? Qué credibilidad va a tener un santo que se somete a los intereses comerciales, un señor gordo como un trullo que va por la calle con una campana gritando "¡ho, ho, ho!". ¿Estamos tontos o qué? No piensen que voy o caer en el tópico de disertar aquí sobre la deriva comercial que han tomado estas fiestas. No lo haré porque es tan obvio que insultaría la inteligencia del lector que me padece. Tampoco abundaré en el derroche económico con crisis o sin ella, ni en el tradicional castigo a que sometemos al hígado y al aparato digestivo. Ni siquiera me cebaré en las cifras estadísticas que certifican los picos más altos de violencia familiar en esos ágapes que solemos calificar de entrañables. Un año más trataré de olvidar la hipocresía para quedarme con lo mejor de estas fiestas. De la Navidad me vale la gente que trata de ser mejor y relanzar sus buenos propósitos. Me valen las treguas que siempre propició en las guerras y los cargamentos de ayuda humanitaria. Todo eso me parece auténtica Navidad, lo demás me desconcierta.

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