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Columna
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Las cámaras y el poder

Las Cámaras de Comercio tal como han funcionado en los últimos cien años han recibido un duro golpe. La supresión de la obligatoriedad de las cuotas, sin previo aviso, amenaza su futuro. Esto no quiere decir que hayan de desaparecer, como desearían determinados grupos de poder. Los políticos han tomado la decisión y los empresariales se han sentido congraciados mediante una decisión que nunca hubiera tomado un gobierno de signo conservador. Las Cámaras de Comercio, Industria y Navegación fueron creadas en España por Real Decreto en 1886, en el desconcierto de una crisis económica. Nacieron como instituciones de asociación voluntaria y pasaron a ser de pertenencia obligada para las empresas, por la Ley de Bases de 1911, que añadió la financiación de estas entidades mediante la aportación necesaria de unas cuotas. Las Cámaras surgen en unos momentos de reconocimiento de derechos, entre ellos el de asociacionismo. Los poderes públicos pensaron que las Cámaras les podrían servir para controlar el malestar de los empresarios. Todo lo que el poder crea, es susceptible de ser modificado, sobre todo cuando los cimientos del poder se sienten amenazados.

La Comunidad Valenciana cuenta con cinco Cámaras de Comercio -Alcoy, Alicante, Castellón, Orihuela y Valencia- con una dilatada historia que se aproxima a los 125 años, en los que han promovido y protagonizado los principales logros económicos que han ocurrido en su territorio. La Bolsa de Valencia, las ferias, los institutos de industria, turismo o comercio exterior; el desarrollo del proceso autonómico o de aproximación a las instituciones europeas, los consorcios empresariales y los grandes hitos de la política industrial, tienen su origen en las Cámaras.

Ya en 1982, al inicio del primer gobierno socialista de Felipe González, se suprimieron las Cámaras Agrarias y de la Propiedad Urbana. La fobia cameral se paró ante las Cámaras de Comercio y no por falta de ganas de acabar con ellas. Las Cámaras son un reducto de los sectores empresariales y por tanto, difícilmente controlables para quienes se consideran con derecho a inspirar cualquier iniciativa de progreso. Los órganos de gobierno de las Cámaras están constituidos por representantes de empresas y sociológicamente son mayoritariamente conservadores. Se entiende pues que bajo cualquier pretexto de austeridad, se tomen iniciativas que además son recibidas con alivio por quienes hasta ahora han pagado cuotas impuestas. Obligar y exigir no son conceptos que estén bien valorados. Además, da salida a una reivindicación largamente reclamada por las organizaciones empresariales de libre asociación.

Si las Cámaras desaparecieran se tendrían que reinventar y si pasan a vivir de los servicios que presten, serán las empresas que se dedican a estos mismos fines, las que sufrirán en mayor medida esa competencia. Entre lo público y lo privado existe un espacio virtual que la sociedad necesita que se cubra por entidades intermedias, como las Cámaras y otras corporaciones sin ánimo de lucro. De no lograrse este objetivo, ocurrirá que entidades públicas camuflarán sus actividades y pasarán a entorpecer el funcionamiento de las empresas que cuentan exclusivamente con sus medios para prestar servicios de consultoría, estudios, análisis, asesoramiento y formación.

La Comunidad Valenciana ya ha visto caer entidades e instituciones como la mayoría de las cajas de ahorro, las Cámaras Agrarias y de la Propiedad Urbana, mientras perviven otras por su dependencia de los presupuestos públicos. Este otro entramado de sociedades semiprivadas y entidades casi públicas, tiene una gran ventaja para quienes las controlan y mediatizan: sirven para situar en ellas a la clientela partidista, cuando se alejan de los comportamientos de equidad, objetividad y eficiencia. Si las entidades pierden sus raíces y la elemental honorabilidad en su forma de proceder se sitúan en franco riesgo de extinción.

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