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Columna
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La memoria

Es parte de un trío que ha tenido vigencia durante largos siglos y que cobijaban, nada menos que potencias del alma: memoria, entendimiento y voluntad. Parecen desnaturalizadas sin que, como suele ocurrir, hayan sido sustituidas por valores equivalentes o mejorados. Del entendimiento parece que sintamos cierta vergüenza colectiva, ante la baja temperatura de la sociedad que antes pensaba y la voluntad flojea en la cuerda del oportunismo.

Tenemos la memoria, uno de los signos que distinguen al ser humano de los demás, aunque tenga sus partidarios el instinto de los elefantes para recordar el lugar donde un aturdido cornak les metió la vara en el ojo, o las exhibiciones de monos y perros circenses. Es una cualidad que nos pertenece y se procuraba estimular como garantía de la supervivencia del conocimiento. Un fino refrán aseguraba que el saber no ocupa lugar, algo de lo que tendríamos que estar orgullosos y quizás en el futuro llegue a distinguirnos de los ordenadores. Estos aparatos, tan milagrosamente complicados, tienen capacidad inmensa, para albergar datos, cifras, propuestas y soluciones. Al menos por ahora, por perfeccionados que estén, son finitos, quiero decir que no guardan ni una sola nota más que las previamente introducidas. La mente humana, no puede, individualmente, competir en cantidad pero teóricamente posee la capacidad de enriquecerse, ayudada por sus colegas, el entendimiento y la voluntad.

Pequeñeces, que nos entraban por un oído. ¿Qué es la vida, sino la suma y memoria de ellas?

Hace mucho tiempo que se emprendió la campaña de descrédito hacia la memoria, como parte de la educación del ser humano. ¡Abajo la instrucción memorística, fuera la ordalía de aprender palabras que, en muchas ocasiones, carecen de significado o compresión! Era razonable, pues el mero almacenamiento de datos sin sentido es una tontería. Recuerdo como una hazaña escolar haberme aprendido la lista de los insectos: arquípteros, ortópteros, himenópteros, dípteros... y así hasta el final, lo que no me ha servido para encasillar a una abeja o un cínife. La famosa secuencia de los reyes godos: Ataúlfo, Sigerico, Alarico, Walia, Gesaléico, nómina de feroces guerreros cuya principal actividad era la de exterminarse unos a otros. Siendo aún niño podía recitar impunemente estas nonadas e incluso, entornando los ojos, elegías como aquellas patrióticas de "Estos Fabio, ¡ay dolor! que ves ahora / fueron un tiempo Itálica famosa" o la divertida canción del alegre pirata sentado en la popa del Atrevido, rumbo a Estambul.

Nunca me ha dolido la cabeza por haberle hecho sitio a esas cosas poco útiles, y buena parte de la cultura anterior tenía su despensa en la capacidad retentiva de cada uno. Recuerdo -de haberla oído cantar en los patios de vecindad madrileños, cuando las chachas gorjeaban su juventud en tiempos en que no había radios ni música enlatada- cuando proclamaban que ya se podían casar, por haber aprendido la tabla de multiplicar, viático para la boda antes del verano.

Deduzco que eran tiempos en que el saber estaba en los libros, pero también en las conversaciones de los mayores, en esa Academia que era la hora de comer en familia, cuando el padre comentaba las cosas que pasaban, desde la política a un lance de Joselito, el derrumbe de una mina en Silesia o los estrenos de Bodas de sangre o El divino impaciente. Las guerras, tan frecuentes y aleccionadoras se analizaban en las barberías, tertulias y hasta en el hogar, donde, sin radio, televisión, apenas cine, se conocían los globos dirigibles y se alzaba, lejano y misterioso, el mudo oriental, la frontera Este de la India, la intrigante Manchuria, la geisha de los pies martirizados o el samurái sacrificado.

De memoria conocíamos lo que pasaba en el Nuevo Mundo, la epopeya del Lejano Oeste, la fiebre del oro, el terremoto de San Francisco, las mefíticas charcas del Oriente cubano, la llegada de barcos con soldados esqueléticos, que quizás habían salido meses antes con sigilosa prudencia.

Los bailes de moda, que ya no viene de París ni pespuntea la java de los apaches, sino el explosivo foxtrot norteamericano: "Madre, cómprame unas botas / que las tengo rotas / de tanto bailar". Hasta los niños teníamos nociones de los últimos adelantos: el toque del trigémino, del Doctor Asuero, un donostiarra que consiguió que le tocaran las narices a todo el mundo, asegurando que allí estaba la raíz de toda enfermedad.

Pequeñeces, que nos entraban por un oído y muchas se quedaban. ¿Qué es la vida, sino la suma y memoria de todas ellas?

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