Casandra les desea felices fiestas
Voy a tener que cambiar mi discurso porque intuyo que llegan malos tiempos para las Casandras. Escucho en la radio, por ejemplo, a un célebre abogado (pista: trilateralista y caminante), recién llegado de un seminario en Harvard, sentenciando, con el típico optimismo autoritario de que hacen gala los poderosos, que "el derecho al pesimismo es un derecho cuestionable". No me extrañaría nada que pronto se empezara también a cuestionar el derecho a respirar (aire sin contaminar), o a partirse de risa cuando uno escucha tonterías. ¿Se acuerdan cuando se hablaba (2007-2008) de que el obsceno desastre de las subprime propiciaría la refundación moral del capitalismo? Ahora ya sabemos que, si los que más tienen que perder no lo impiden (y no lo tienen fácil), de este quilombo financiero saldrá mucho más reforzado y feroz. Sobre todo porque el sistema que ampara a los responsables del sistema pretende que interioricemos que no hay otra salida que la que ellos marcan, señalando la dirección a seguir con luces de neón y bonus millonarios para los Midas del mercado libre. Que para lograr ese clima de resignación y sálvese quien pueda hayan arrimado también el hombro unos sindicatos que -al menos por aquí- se comportan casi siempre como lo harían en el mejor sueño de Tío Gilito, no es cuestión baladí. La crisis vuelve a poner de manifiesto algunos truismos: 1) que hay ricos y pobres, 2) que el abismo económico entre ellos no cesa de aumentar y 3) que la lucha de clases no está enterrada ni es pura arqueología de la sociedad industrial. Y, mientras a un lado reina el desconcierto, en el otro no paran de prepararse, por si acaso. Ahí tienen, por ejemplo, la prórroga del estado de alarma a cuenta del motín corporativo de unos trabajadores de élite que han logrado concitar la irritación de la ciudadanía con una unanimidad que no se sentía desde el día siguiente del 23-F. Pero, podríamos preguntarnos, ¿qué pasará ahora si se ponen en huelga otros trabajadores (no tan de élite) cuya actividad también pudiera considerarse "estratégica"? ¿No estará la socialdemocracia haciéndole (de nuevo) el trabajo sucio a la derecha-derecha que espera su turno preparándose la alfombra (roja) desde la TDT y algunas emisoras públicas autonómicas? Por lo demás, el pesimismo, al menos entre nosotros, tiene una rica historia intelectual, como demuestra El peso de pesimismo (Marcial Pons), de Rafael Núñez Florencio, un muy legible ensayo en que se rastrea ese sustrato ideológico en la España contemporánea: desde 1898 -cuando la decadencia se hizo oficial- hasta la actualidad, pasando por los sucesivos desastres, dictaduras, guerras y represiones, hasta llegar al desencanto que vino a poner fin a la corta luna de miel de los españoles (o, al menos, de parte de ellos) con el entusiasmo histórico. Reconozco que los títulos de los capítulos ('Melancolía', 'Decadencia', 'Abulia', 'Desolación', 'Esperpento', etcétera) no son como para mover al optimismo, pero créanme si les digo que el libro se lee con fruición y, a menudo, con una sonrisa autocrítica. Les confieso que lo devoré para ver si conseguía asesinar a la Casandra que llevo dentro. Lo malo es que después leí el periódico.
Negro
En el principio era la oscuridad. Es decir, el negro. El fiat lux fundacional -o el Big bang, vaya usted a saber- iluminó el vacío y trajo el tecnicolor al universo. El negro y el blanco siguieron durante mucho tiempo conservando su estatuto de colores: hasta Newton, que decidió que en su espectro ya no había sitio para ellos y los envió al exterior de los no-colores durante tres siglos. Algunos espectadores soportan mal el negro: por eso se colorean (estúpidamente) las películas antiguas (espero que nadie se atreva nunca a hacerlo con El gabinete del doctor Caligari). El negro evoca tristezas y melancolías y vacíos profundos. Incluso hubo quienes sostuvieron que era el color del diablo: así lo atestiguan los innumerables demonios oscuros como el carbón que pueblan el imaginario medieval. Y, sin embargo, el negro siempre ha sido un color elegante: véase la moda del siglo XVI, cuando la corte española la dictaba a todo el mundo. Negro es también el color de la letra y de la imprenta: negro sobre blanco para leer en papel (mientras dure) y en pantalla. Y negro es el color de los piratas (calavera y tibias blancas), y de la anarquía (matizada con el rojo, otro color del diablo) y de casi todas las transgresiones contra la autoridad, pero también es el color de los árbitros y el de los jueces y (recuerdo a Pepe Isbert) el de los verdugos. Y el del fascismo (fasccetta nera / bell'abissina decía la canción que emocionaba a Mussolini). Negro es el dinero no bendito por Hacienda; todos tenemos alguna bestia negra en nuestro trabajo o alguna oveja de ese color entre nuestros familiares; negro es el color de la serie policiaca más oscura y el de esos agujeros que no podemos explicarnos del todo; negras son mis ideas cuando ella no me ama, y negro es como veo el porvenir del periodismo. Negro es el color del pesimismo (ver comentario anterior). Pero también el de tantos pintores que amamos, desde los artistas de Altamira (esos contornos rellenos de color) o Lascaux hasta Franz Kline o Antonio Saura, pasando por el oscuro (pero luminoso) Rembrandt. De todos los tonos del negro (que también los tiene, como demostró Rothko) y de sus avatares habla precisamente Negro. Historia de un color (451 editores), otra entrega de esa magnífica saga que viene publicando el medievalista e historiador de símbolos Michel Pastoureau. El libro, bien editado y asequible (24,50 euros), puede servirles de regalo navideño. Y, miren: cuesta bastante menos que una de esas fragancias de las que ellas tienen reservas para diez años; y más o menos lo mismo que una de esas aburridas corbatas que a ellos les hacen tan poca ilusión.
Coda
A finales de diciembre de 1920 nacía en Tours, de una escisión del socialismo francés, el PCF. El que fuera uno de los partidos comunistas más influyentes de Europa es hoy -como ocurre en otros países- un partido casi residual (en las presidenciales de 2007 su candidata obtuvo el 1,93% de los votos, menos de la mitad de los que obtuvo el de la Liga Comunista Revolucionaria). En su haber -además de una turbulenta historia en la que alternan represiones, heroísmos, y algunas vilezas y sometimientos- están sus militantes (envejecidos), algunos parlamentarios, restos de su antiguo poder municipal y cierto patrimonio inmobiliario. Estos días los medios franceses han dedicado espacios, programas y debates a aquella fundación histórica (el 30 de diciembre de 1920 los escindidos se adherían a la Internacional Comunista). Si quieren leer sobre el Congreso de Tours les recomiendo vivamente el libro de Roman Ducoulombier Camarades! La naissance du Parti Communiste en France (Perrin, 2010). Un enfoque más crítico respecto a la historia del PCF lo ofrece el historiador (socialdemócrata) Stéphane Courtois (coordinador del Libro negro del comunismo) en Le bolchevisme à la française (Fayard, 2010).
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