Vuelven por Navidad

Son irónicos, cuando no irreverentes, antes incluso de rasguear el primer acorde. Los Glutamato ye-yé caldearon anoche los prolegómenos haciendo atronar un Hey Jude primero orquestal y luego salsero antes de que Iñaki Fernández terminara berreando el La la la final junto a los forofos de la primera fila. No cabe mucha gente en la Moby Dick, pero los ciento y pico adeptos que se asomaron anoche por la sala se sabían el repertorio al completo de esta vieja banda de la movida. Algunos, a juzgar por las sienes plateadas, ya canturreaban aquello de Hay un hombre en mi nevera cuando aún disfrutaban de unas articulaciones bien engrasadas. Otros, insospechadamente jóvenes, debían de haberles saqueado a los hermanos mayores el arcón de los vinilos.
Hace tiempo que abandonó su provocadora facha hitleriana, con flequillo repelente y bigotito fino, pero a Iñaki, el cantante de Glutamato, le sigue privando eso de llamar la atención. Ayer se nos presentó premeditadamente hortera, con sus cejas espesísimas, melena indómita, botas negras y un traje blanco como de vendedor vetusto en un concesionario de la Mercedes. "No sé cómo no os cansáis de estas canciones, si tienen la edad de mi abuela", bromeó con sus incondicionales. Pero se mostró expansivo, travieso y tan punk como el cuerpo le consiente: sangró de tanto morderse la lengua durante El desertor de Boris Vian, pidió un caramelito de eucalipto y un masaje en la espalda a una seguidora y terminó cantando Que vamos payá en medio del público.
Desaparecieron en 1986, pero llevan un par de años resurgiendo cuando uno menos se lo espera. Ayer quisieron volver por Navidad (hoy repiten), una apelación a lo entrañable que en su caso suena a sorna. Pero cualquier momento es bueno para recuperar la burla antigringa de Nacido en los Estados Unidos, la guasa ochentera de Todo va dabuten y Cuando los chicos están bien o, claro, la ironía disparatada de Todos los negritos tienen hambre y frío, que no llegó hasta el primer bis. Y sí, se mantienen en buena forma, sobre todo gracias a la guitarra rocosa y expeditiva de Patacho Recio y al empuje de un joven batería que era la expresión misma de la felicidad.
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