"Vicente no podría haber hecho tanto con otra mujer"
No es la gran mujer que hay detrás de todo gran hombre. Ni siquiera le gusta la frase, que ella se apresura a sacar para evitar sonrojos. No era esa la intención. "¡Es tan antigua! Al lado o, si quieres, delante, sí. Pero la mujer que hay detrás, nunca", se ríe con cierta rebeldía Anna Ferrer (Essex, Reino Unido, 1947). Ahí queda eso por si no estaba claro en las primeras puntadas de una charla que hila fuerte con una aguja imaginaria entre sus dedos que cose cada palabra en castellano y un poquito de inglés. Baja la guardia: "Quiero pescado, pero no entiendo del todo la carta. A veces pido una cosa y me llega a la mesa una sorpresa". Y para sorpresas, el tamaño de la media ración de mero.
La viuda de Ferrer defiende su labor en equipo como cooperantes en India
Anna Ferrer -dice- sigue siendo Anne Perry, la joven de 16 años que, de forma "espontánea" o, dicho en plata, liándose la manta a la cabeza, se enroló junto a su hermano y sin haber finalizado los estudios en una vuelta al mundo en Land Rover con final improvisado en India. "La providencia", recuerda a su marido con mirada gacha mientras enreda sin apetito con una sopa de cebolla, "siempre me puso en el camino de Vicente". Corría el año 1963 y fortuna o providencia, su nombre, idéntico al de una ex empleada, convenció a un empresario supersticioso para darle una oportunidad como aprendiz de periodista en Mumbai. Una entrevista a Vicente Ferrer enganchó a Anne Perry, primero, a su proyecto, y luego, siete años después, a compartir su vida en pareja.
Eso también lo deja claro. Bien claro. "¿Le incomoda ser 'la mujer de...'?". "En Anantapur -distrito sede de la Fundación Vicente Ferrer en India- no me conocen como la mujer de Vicente Ferrer porque cuando empecé a trabajar con él no era su mujer, sino su primera voluntaria". ¿Y de puertas adentro? "Éramos, primero, compañeros de trabajo y, segundo, mujer y marido". Más por la pasión de su discurso que por el poco apetito, el mero perdió su última oportunidad para ser borrado del plato.
El dibujo que teje la que durante 40 años fue la compañera de Vicente Ferrer, premio Príncipe de Asturias de la Concordia en 1998, recuerda a las cuatro palabras con las que tituló el libro publicado tras su muerte, Un pacto de amor. "Vicente conocía muy bien su papel", asegura con una contundencia que, según me advierten, gana enteros en su lengua materna. "No perdió tiempo llevando la fundación, me dejó a mí y a mi equipo. Las dos cosas más importantes para él eran buscar recursos, y motivar a todo el mundo". Y lo logró. Él tiraba de iniciativa, con ambición, convenciendo de que "lo imposible era posible". Ella bajaba el balón al piso y solucionaba los problemas. "Fuimos un muy buen equipo. Los dos aprendimos mucho el uno del otro".
Silencio. No hay pregunta. Pellizca un trozo de pan negro con cereales, último bocado antes de sortear café y postre. "Si Vicente se hubiera quedado en los jesuitas", reflexiona rebuscando en el recuerdo, "no hubiera podido haber hecho tanto; y si hubiera tenido otra mujer no podría haber hecho lo que hizo". ¿Y ahora que no está? "Tras su muerte, el trabajo no paró ni un día". Dos frentes abiertos para la actual presidenta de la fundación: combatir la violencia machista en Anantapur y abrir oficinas en Europa, pero fuera de España, quizá en Alemania.
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