Los guardianes de la propina
Nueva York es una ciudad que vista desde la distancia parece muy homogénea. Las diferentes culturas, razas, etnias y religiones se funden y comparten en armonía un espacio común. El metro, y en concreto la línea 7, la que lleva al estadio de los Mets en Queens, refleja esa diversidad. Se dice que en sus vagones se pueden escuchar unas 120 lenguas o dialectos diferentes.
Pero con el tiempo, y ahondando en la vida de la megaurbe, la percepción de unidad cambia. Todo está compartimentado, cada uno tiene su espacio. También en el mercado laboral, como si hubiera un reparto establecido de tareas. Los taxistas suelen ser de Pakistán, India o Bangladesh. Entre los porteros de los edificios y en el sector de la construcción destacan los nativos de la Europa del Este.
Al recadero que trae a casa comida china o una pizza hay que darle 3 o 5 dólares
El oficio de los chicos que hacen el "delivery" se reserva al último que llega
El negocio de las tintorerías es cosa de los asiáticos, en concreto de los coreanos. La cosa de Wall Street, la mayor industria de la ciudad, es para los de tez pálida. Y el negocio inmobiliario, de los hebreos. Y ordenando las estanterías de los supermercados y en los fogones de las cocinas humeantes dominan los de raza hispana, sobre todo mexicanos.
También son los que llevan las bicicletas que traen la comida a casa, esquivando como pueden a esos taxis amarillos o limusinas negras que llevan al volante a un nativo del Índico. Todo está en equilibrio en la compleja realidad de la metrópoli más conocida del mundo. Pero el oficio de los chicos que hacen el delivery está reservado literalmente al último que llega.
Que te traigan la comida china, el sushi o la pizza al apartamento es de las cosas más populares en la ciudad de los rascacielos, sobre todo cuando empieza a apretar el frío o para escapar del calor húmedo del tórrido verano. El 58% de los neoyorquinos tira de este servicio, que no va incluido en el precio del menú. Es un trabajo que vive casi exclusivamente de las propinas.
Es, se podría decir, el empleo más bajo en la estructura de los miles de restaurantes que ofrecen llevar la comida a casa. Por un pequeño delivery, lo normal es dar unos tres de dólares. Si la bolsa de cartón piedra es más grande, la propina sube a unos cinco dólares. Eso si no llueve o nieva, y si el edificio no tiene montacargas o hay que subir muchas escaleras. Al menos, es lo que dice el código no escrito del buen vecino.
La revista New York hizo una radiografía de este colectivo, en el que el 45% son mexicanos, de unos 25 años de media. A los que tienen suerte, sus patronos les dan un sueldo de unos cinco dólares la hora. Y si el turno va bien, pueden llegar a sumarle unos 40 dólares gracias a las propinas. Algunos son capaces de rebasar los 100 dólares. Es la forma de ganarse la vida, y de abrirse camino.
Es difícil de entender para el foráneo por qué hay que dejar propina cuando se coge el taxi, en el restaurante o en el bar de copas. Es, como se dice en la ciudad, un coste oculto que acabas abonando de forma automática. Dar la cantidad exacta puede evitar situaciones embarazosas. Y si la propina es mala, los guardianes de las tips irán a por ti, porque saben dónde vives.
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