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LAS MOSCAS | Escrituras

Ana María Matute y Messi

En el vídeo, es un niño, un niño menudo, que juega al fútbol, en un campito de dimensiones reducidas, en algún lugar de Argentina. La secuencia pertenece a un vídeo de realización casera y ni los monitores, la familia ni allegados del casi minúsculo delantero saben aún que están rodando un documento para la historia del fútbol, ya que el delantero niño es un genio, un ser tocado por la gracia, por el don, por la genialidad, o como quiera llamarse a ese añadido innato con el que algunos pocos seres humanos llegan a este mundo.

El vídeo sobre Messi niño vuelve ahora a mi memoria a raíz de la concesión del Premio Cervantes a Ana María Matute y a la revisión de su obra, que abarca un libro entrañable. Entrañable pero esencial: Cuentos de infancia, una reunión de relatos que la escritora escribió, e ilustró con dibujos, entre los cinco y los 14 años, que su madre conservó, sin ella saberlo, y que, al abandonar la autora el hogar familiar para casarse, le devolvió. Permanecieron inéditos, guardados en el archivo de la biblioteca de la Universidad de Boston, y, editados en 2002 (Martínez Roca) constituyen hoy una pequeña joya literaria. Al leerlos ahora podemos disfrutar no solo de una muestra excepcional de los primeros pasos de una de los mayores escritores de la narrativa escrita en castellano a lo largo del siglo XX y XXI, sino de la constatación de un fenómeno, de un proceso, del que esas páginas aportan pruebas: el universo literario, y verbal, de Matute, estaba casi configurado a la edad en que empezó a leer y a escribir. Matute, a los cinco años, era ya la escritora que llegaría a ser. Mucho se ha escrito y debatido sobre la cuestión de si el genio nace o se hace, y es indudable que el aprendizaje del medio elegido por el creador para expresarse, es consustancial al resultado de la obra. También es cierto que los acontecimientos biográficos y el entorno social e histórico que enmarcan la gestación de cualquier obra de arte dejan su huella en ella. Sin embargo, ante el ejemplo de este volumen de relatos de Matute niña, en el que el lector encuentra el pulso narrativo, elementos del universo imaginario de la futura gran escritora, incluso adjetivos y frases de su obra magna, es imposible no acatar la sentencia de algunos grandes poetas: es el lenguaje el que elige al creador, al artista. Porque, al hablar de Ana María Matute, hablamos de una artista. Hay grandes escritores, grandísimos, inmensos, pero pocos artistas. Ana María Matute es, además de soberbia escritora, una artista, posee -lo poseía ya de niña- el don, la gracia. Esa cosa indefinible, capaz de convertir a un ser humano en artífice de lo extraordinario, pero también de hacerle un desdichado. Porque el don es frágil, luminoso y a la vez terrible para quien lo posee. Matute pertenece a esa clase de escritores para quienes la literatura es una manera de ser, de vivir y de sentir. Lo que equivale a decir que se trata de un ser humano para quien la realidad no es ese entorno exterior que percibimos la mayor parte de los mortales, sino que es un misterioso, intrincado e inabarcable bosque que sólo se puede recorrer en solitario y del que nadie ha salido siendo el mismo. Es el precio que hay que pagar a cambio de un conocimiento que nadie ha atinado todavía a demostrar si se trata de recompensa o condena. "A los ocho años, Luis XIII hace un dibujo parecido al que hace el hijo de un caníbal de Nueva Caledonia. A los ocho años, tiene la edad de la humanidad, tiene por lo menos doscientos cincuenta mil años. Algunos años más tarde los ha perdido, no tiene más que 31, se ha vuelto un individuo, no es más que un rey de Francia, atolladero del que no saldrá nunca", escribió el poeta francés Henri Michaux, cita que me permito reproducir una vez más como ejemplo de ese drama del genio, del artista, que, en ocasiones, acaba reducido a mero rey del ámbito creativo al que se dedica. Ana María Matute nunca perdió el don, ni durante los más de 20 años que pasó sin publicar y que muchos de quienes hoy festejan su Cervantes la dieron por escritora "que había dejado de escribir". Siguió, durante aquellos años y después, siendo el Luis XIII que, a los ocho años, tenía por lo menos doscientos cincuenta mil, edad que perdió cuando se convirtió en un simple rey de Francia. Cuántos artistas pintores, escritores o músicos habrán sufrido la experiencia de la pérdida del don, sin atinar nunca a saber cómo sucedió, para convertirse únicamente en grandes pintores, en grandes escritores o en grandes músicos. Pienso en F. Scott Fitzgerald, o en Juan Rulfo. O, volviendo al fútbol -con perdón-, pienso en Ronaldihno. Un buen día salió al campo y el mundo entero, consternado, presenció un fenómeno nunca visto: se había apagado por dentro, casi de un día para otro; la sonrisa, el brillo de la mirada y el don lo habían abandonado.

¿Tendrá Messi la valentía de Ana María Matute para mantenerse por lo menos doscientos cincuenta mil años de edad? Ojalá. Porque el artista crea esa clase de bondad estética llamada belleza, que nos llueve del cielo al resto de los mortales calándonos de emoción y de conocimiento.

MAITE NIÑO

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