Guerra y paz
"La paz y la prosperidad engendran cobardes", escribió Shakespeare. A veces, mirando alrededor, buscando argumento, personajes, para la próxima novela, una se desespera, y no puede evitar recordar esa cita de Cymbeline. En un entorno pacífico y próspero ¿dónde hallar valentía? ¿dónde hallar dilemas trágicos, auténticos conflictos? ¿dónde hallar, en fin, un tema que merezca el tiempo y el esfuerzo necesarios para escribir (y para leer) cientos de páginas?
... En contraste con tantas obras geniales -de la Ilíada y Las troyanas al Doctor Zhivago y La plaça del Diamant, pasando por El Cid y las crónicas de Indias- que se nutren de guerras, conquistas, expediciones, asesinatos... propios de épocas y países turbulentos, ¿qué ha aportado al mundo la rica y apacible Suiza?, como observaba no recuerdo quién; y respondía: el chocolate con leche y el reloj de cuco.
Nada tiene de extraño, entonces, que tantas/os novelistas de la España contemporánea busquen su inspiración, no en el pacífico, democrático y aburrido presente, sino en el pasado, cuanto más agitado mejor: en la Guerra Civil o la de la Independencia, en la conquista de América o en el Holocausto. No cabe duda de que un campo de batalla o un campo de concentración son mucho más emocionantes que una oficina o un supermercado. Y si bien las novelas situadas en tiempos o lugares remotos exigen un trabajo suplementario -el de documentación-, ofrecen también, para quien las escribe, muchas facilidades. Personajes, argumento, escenarios, todo nos viene dado, en borrador al menos. Aunque su principal ventaja pertenece, no al orden práctico, sino al ético, a saber: las novelas que dan vida a episodios que sucedieron realmente se escriben, y se leen, sabiendo de antemano cómo terminó la historia.
Pero esa ventaja, ¿no esconde una trampa?... Hay un documento impresionante redactado por Abraham Lincoln, que se encontró después de su muerte, en el que se pregunta (intentando interpretar distintos signos de la presunta voluntad divina) a qué bando, de los dos que se enfrentan en la guerra de Secesión, apoya Dios: ¿está con el Sur esclavista o con el Norte abolicionista? ¿A cuál, por lo tanto, debería favorecer él mismo? En esa angustiosa incertidumbre radica la autenticidad, y el interés, del pasado. Si, en cambio, ya sabemos quién ganó, a quién absuelve la historia y a quién condena, el relato resultante queda forzosamente falseado. Es verdad que algunas novelas consiguen restituir de forma convincente los dilemas morales (como en la magnífica La noche de los tiempos, de Antonio Muñoz Molina, el del protagonista respecto a su cuñado). Pero por muy bien escrita y concebida que esté la obra, es imposible, por definición, que renuncie a la perspectiva que nos dan los años transcurridos.
Por eso, y sin poner en duda el interés de las novelas que narran grandes gestas, grandes pasiones, grandes aventuras del pasado, necesitamos otras que retraten el presente, aunque ese presente nos parezca, en comparación, cobarde, apático o insignificante. Es aquí y ahora donde se sitúa nuestra vida y se juega nuestra responsabilidad; es el aquí y ahora lo que nos urge comprender y juzgar. E igual que la grandeza de un cuadro no depende de si retrata una batalla naval o una comida campestre, también hay grandísima literatura cuyo sustento no es otro que la vida cotidiana, común y hasta banal, del autor y su entorno, como lo demuestran, por poner unos pocos ejemplos, las Sátiras de Juvenal, Las olas de Virginia Woolf, La búsqueda del tiempo perdido de Proust o Las confesiones de Rousseau. Que, por cierto, era suizo.
Laura Freixas (Barcelona, 1958) es novelista. Su última obra narrativa publicada es la autobiografía Adolescencia en Barcelona hacia 1970 (Destino, 2007). www.laurafreixas.com
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