La carta robada
Hay un espléndido relato de Edgar Allan Poe, con el nombre que copia el título de esta columnita, que fue muy bien banalizado por Jacques Lacan en uno de sus famosos Seminarios. En resumen, un tanto precipitado, a una persona de mucho poder le birlan una carta comprometedora que debe recuperar cuanto antes, los agentes de la autoridad siguen el asunto, inspeccionan la casa del ministro sobre el que recaen las sospechas, sin llegar siquiera a ver la dichosa carta que está, precisamente, en un lugar muy visible, tan visible que, aturdidos por la sospecha de que un documento de semejante importancia debería estar oculto en algún lugar invisible a la mirada de los investigadores, sucede que ni siquiera reparan en su presencia.
Se sabe que lo más a la vista es muchas veces lo que no se llega a percibir. Tomando el caso de los gürtelitos, lo que asombra no es tanto su desparpajo lenguaraz en las conversaciones intervenidas como su seguridad de que todo aquello no habría de saberse nunca, cuando hasta el más lerdo sabe que un secreto compartido deja automáticamente de ser un secreto, así que es preciso añadir a las supercherías iniciales toda clase de chapuzas explicativas acerca de los indicios de lo que realmente ha sucedido a fin de tratar de tapar el agujero. Es lo que acaso les está ocurriendo ahora mismo a personas tan listísimas y con más horas de vuelo que un aguilucho. Se empieza haciendo negocios a cargo de los presupuestos públicos, se sigue por negarlo todo, se continúa formulando no se sabe qué amenazas sugeridas, y se acaba buscando obsesivamente el origen de la filtración. Y así una y otra vez, mareando la pájara para aburrir o para acostumbrar al personal.
Para seguir con otro asunto, parece que es un soldadito raso quien está en el origen de las filtraciones con las que Wikileaks, de la mano de Julian Assange, está poniendo patas arriba los servicios de inteligencia de medio mundo. Y eso por no atender al principio de que si alguien más lo sabe otros acabarán por saberlo. Y ahora que lo sabemos casi todo, aunque es posible que quede todavía mucho por saber sobre confidencias y actuaciones de nuestros altos funcionarios, por cable o al calor del chupito que concluye la cena, ahora ¿qué? Porque no se trata de cotilleos de sobremesa, sino de que esto ha alcanzado un nivel hermenéutico casi de tesis doctoral. Pues de momento se busca a Assange por violación, no de secretos oficiales sino de una muchacha, según parece, en ese punto mágico de coincidencia en el que cuando alguien se comporta de ese modo es preciso atribuirle otros delitos para desautorizarlo a la manera transversal. ¿Y ahora qué? Ya lo apuntaba el otro día Maruja Torres: espanta pensar cuándo nos enteraremos de lo que esos listos de todos los gobiernos están tramando en este mismo momento, ahora.
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