El 3 de diciembre
Definitivamente, para mí esta fecha esta gafada. En esa misma fecha, hace 40 años, la situación fue de vida o muerte, así como lo oyen, de vida o muerte -no me pongan esa cara de incrédulos- y en este pasado viernes 3 de diciembre la cosa fue de volver o no volver. Volver a mi España, la de la canción -que en momentos como esos te conviertes en un sentimental- desde el lejano aeropuerto de Ezeiza en Argentina. En menos de 20 minutos, todos los familiares me llamaron alarmados. Pasaban ellos más miedo que yo, que bastante tenía con repasar mis medios de supervivencia: el cargador del móvil, el dinero en efectivo, las tarjetas de crédito, el teléfono del hotel y de la Embajada, etcétera, etcétera. Cosas que creías tener a mano hasta que los controladores aéreos convierten su pugna con el Gobierno en un sabotaje de dimensiones globales, y lo tuyo cotidiano se transforma en la lucha por salir de allí.
La última llamada de mi hija me anuncia que Pepiño se ha puesto serio, que va a militarizar el espacio aéreo y va a poner controladores militares. Un poco menos angustiado, pensé en la casualidad de que 40 años después les tuviera algo que agradecer a los militares. Son las vueltas que da la vida; es la democracia, que convierte a unos en sus servidores y a los más privilegiados, a los que más hay que temer, en saboteadores.
Tenían que haber visto los controladores las escenas de desazón y tragedia que crearon para alcanzar un poco de responsabilidad humana. Tenían que saber lo que les dije a los de ETA hace muchos años: no vale todo. Pero dejaron por unos intereses corporativos más que discutibles a millones de familias destrozadas, y a un país con una imagen por los suelos. Quizás tengan derecho a un plus de letrina y a plaza de aparcamiento rosa, al incremento salarial del rajá de Kapurthala, que sí, lo que quieran, sin límite ni medida, pero eso que han hecho es feo, está muy mal, y, además, sin avisar. ¡Qué puto asco!
Salimos con el aviso del comandante de que llevábamos más combustible por si acabábamos en otro sitio, pero aterrizamos en Madrid, y con una familia guipuzcoana corrí por unos pasillos extrañamente vacíos a ver si cogíamos el enlace con Bilbao, hasta la súbita aparición de una dulce muchacha de uniforme oscuro, que nos avisó: "¿Para qué corren? En Barajas no se mueve ni un avión. Ustedes han tenido mucha suerte en llegar". Y entonces nos dimos cuenta de que estábamos en un aeropuerto fantasma de apocalipsis cinematográfico. Barajas no se movía. Nuestra sensación de desamparo era enorme. O el Estado, garante de nuestra seguridad y de nuestras vidas, actúa ante la impunidad de los arbitrarios, o el Estado se hunde: es el caos. Y todo esto sin ir al cine y ver a un Charlton Heston en un Nueva York desolado matando zombis por la noche. Hemos llegado a esto, a lo más bajo del desastre. No hace falta ninguna señal sobrenatural: Barajas vuelve a anunciarnos que las cosas están mal.
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