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Columna
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Europa a la deriva

Recuerdo, tenía 18 años, la consternación de Dionisio Ridruejo, mi mentor político, aquel 30 de agosto de 1954, cuando la alianza de comunistas y gaullistas rechazó en la Asamblea francesa la Comunidad Europea de Defensa (CED). En 1952 se había acordado crear unas Fuerzas Armadas europeas de carácter supranacional, con instituciones y presupuesto comunes, que luego se integrarían en la OTAN. Era el último intento de impedir que resurgiese un Ejército alemán, tal como quería, y al final Estados Unidos impuso.

Me he preguntado una y otra vez cuál hubiera sido el destino de Europa si el proceso de unificación hubiese empezado por una defensa común, que hubiera requerido, desde el primer momento, un alto grado de integración política. El fracaso de este proyecto llevó en 1957 a la firma del Tratado de Roma, que creaba la Comunidad Económica Europea, desde el convencimiento de que alterar el orden de factores, empezando ahora por un mercado común, llevaría al mismo resultado, la integración política como única forma de que funcionase la económica.

El proceso de integración está marcado por la supeditación de Reino Unido a Estados Unidos y la autonomía de Francia

A comienzos de los años cincuenta, Reino Unido y Francia todavía se consideraban grandes potencias y, como tales, habían obtenido un puesto permanente en el Consejo de Seguridad y se habían convertido en potencias nucleares. Sin embargo, en 1956 Estados Unidos y la Unión Soviética obligaron a Reino Unido y a Francia a retirar el apoyo militar a la ocupación israelí de la península egipcia del Sinaí, precipitando que Egipto nacionalizase el canal de Suez. De esta experiencia Gran Bretaña sacó la conclusión de que no emprendería ya acción alguna sin el consentimiento de Estados Unidos; mientras que Francia supo que únicamente integrada en Europa podría significar ya algo.

Desde el comienzo el proceso de integración europeo está marcado por esta disparidad: supeditación de Reino Unido a Estados Unidos, autonomía de Francia en el seno de una Europa unida. Cuando pudo ingresar por la puerta grande, Gran Bretaña se niega en 1957 a entrar en la Europa comunitaria, mientras que Francia, apoyándose en la República Federal de Alemania, encabeza un proceso de integración económico que pretende culminar en un proceso político.

En 1961 Reino Unido pide entrar en la Comunidad Europea, pero no lo consigue hasta 1973, cuando, desaparecido De Gaulle, se levanta el veto francés. La posición de Londres no ha cambiado desde su entrada: un mercado único que rechaza cualquier forma de integración política, posición que se ha consolidado con la ampliación al norte (1994) y sobre todo al este (2004-2007).

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Sin este trasfondo histórico no se entiende la actual situación de la Unión Europea. Los dos modelos contrapuestos, uno que aspira a una integración política, y el otro tan solo a un mercado único con políticas de cooperación entre Estados que conserven su plena soberanía, se gestiona apelando a la Europa de las dos velocidades, que deja a cada miembro que elija el grado deseado de integración.

La crisis del euro ha puesto de manifiesto que este modelo a la larga es inviable. Por un lado, la dependencia recíproca de los países de la eurozona no concierne directamente a los demás: a la hora de intervenir a favor del euro no quedan más que Alemania y Francia con un margen muy estrecho de maniobra. Por otro, es evidente que el euro no puede funcionar sin cohesión fiscal y política, pero que en una Europa sin un proyecto común la perspectiva de que se avance en la integración política que requiere el euro, de suyo ya muy débil, ha recibido un duro golpe en el mes de noviembre.

Francia, junto con Alemania, el país clave del euro, firma con Reino Unido sendos tratados bilaterales, es decir, al margen de Europa, sobre cooperación entre sus Fuerzas Armadas y en materia nuclear. En la reciente reunión de la OTAN en Lisboa, en la que se ha diseñado una estrategia mundial que sobrepasa con mucho los términos del tratado fundacional, Francia -potencia nuclear- rechaza la petición alemana de una Europa desnuclearizada, como contribución a la iniciativa del presidente de Estados Unidos, Barack Obama, de construir un mundo sin bombas atómicas. Ahora bien, sin una política económica, exterior y de defensa común no caben avances significativos en la integración política que a la larga requiere la supervivencia del euro.

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