Pelirrojamente peligrosa
Si la mujer invisible no fuera invisible, sería pelirroja. Así la imagino mientras me tomo un café con croissant y la vida, como la mujer invisible, se me antoja pelirrojamente peligrosa. Mi dulce Amanda es bella pero tan pérfida y ladina como ese ministro de ínfulas napoleónicas y vanidosa sonrisilla capaz de provocar a los controladores del cielo para que, poniendo el país patas arriba, caigan en la fosa de los cocodrilos por su propio pie. Claro que los susodichos controladores siempre podrán hacer suya la máxima de la abuela de Mourinho: "Si te tienen envidia, tienes que estar muy feliz". O las patibularias palabras del mencionado nieto de la añorada abuela tras la debacle del Camp Nou: "Esta es una derrota fácil de digerir".
Los controladores podrán hacer suya la máxima de la abuela de Mou: "Si te tienen envidia, hay que estar feliz"
Patético desplante para quien, del duodeno al gaznate, adolece de una crónica regurgitación de amor propio. Nada que ver con la liviana digestión de los políticos que degluten los papeles de Wikileaks como yo me como el croissant. Al parecer, y por ejemplo, cuando un fiscal, llamémosle Zaragoza, propone torcer el brazo a un juez, llamémosle Garzón, es evidente que sólo se trata de una baladronada sin fundamento, puesto que a Garzón no le han torcido el brazo sino retorcido el pescuezo. ¿Y qué decir de la delatora lasitud con la que complacientes leguleyos despachan de soslayo el asesinato de Couso? Comparado con la inmundicia de una guerra y sus indecentes trastiendas, el fútbol adquiere la inocuidad del parchís y en las páginas deportivas todavía reencontramos la inocencia del cuento infantil.
Si bien su dimensión pública lo convierte en otro espejo deformante de la multiforme realidad y, por consiguiente, en significativo exponente del tiempo que nos ha tocado en suerte vivir. Que no cunda el pánico. No voy a dar ningún discurso apocalíptico sobre la pequeña y mediana empresa y tampoco es esta la ocasión, ni este el espacio, para equiparar a jueces con árbitros ni metafóricos tiros a puerta con un criminal tiro a una ventana supuestamente indiscreta. Quiero, no obstante, traer a colación, aunque no venga a cuento, el caso de un árbitro que, a tenor de su proclama, debería espolear las nalgas de los componentes del Tribunal Constitucional cuya perversa parsimonia con tanta paciencia padecemos.
Sucedió en el estadio de Avellaneda. El terreno de juego estaba rodeado por un foso de fango, una tela metálica de campo de concentración y una compacta hilera de policías armados hasta las encías. Se iba a celebrar el primer encuentro de la, por aquel entonces, llamada Final Intercontinental. Entre un equipo argentino y otro italiano. El Independiente y el Inter, para más señas. Antes de que el balón empezara a rodar, el árbitro reunió a los entrenadores y capitanes de ambos conjuntos y les advirtió: "Señores, estoy dispuesto a pitarlo todo, a expulsar a todos y quedarme solo. Ya me he despedido para siempre de mi madre antes de venir". He aquí un hombre de principios a prueba de coacciones y servilismos.
También recuerdo otro caso que tampoco viene al caso, pero cito por si acaso. Se trata de un árbitro de categoría regional que, allá por los años sesenta, intimidado por la actitud amenazadora del público, la conducta violenta de los jugadores locales y las palabras conminatorias del delegado de campo, optó por suspender el partido Prat-Pueblo Seco. Pero no tuvo el valor de dar a conocer su decisión. Y, para no afrontar las consecuencias, engañó a todos. Dejó que el juego prosiguiese, favoreciendo con su arbitraje al equipo local hasta lograr que remontara ficticiamente el resultado adverso.
Uno de estos dos casos, que no vienen al caso, puede que resulte, sin embargo, alegóricamente extrapolable a este vodevil costumbrista pomposamente titulado Los papeles del Departamento de Estado. Pero la peligrosa pelirroja invisible, mi dulce Amanda, sobrepasa toda conjetura y me susurra al oído una terrorífica hipótesis: ¿Y si el partido hubiera terminado hace tiempo y nosotros, acostumbrados desde niños a que nos engañen, siguiéramos jugando sin querernos enterar?
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