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Reportaje:

Secundaria en primer grado

El colegio de la prisión de A Lama recibe un premio del Ministerio de Educación

Pablo Linde

Los presos del módulo de aislamiento son los más peligrosos. Han matado a otros internos, participado en motines o mostrado conductas extremadamente agresivas. Es la cárcel dentro de la cárcel. Allí va cada día Juan Carlos Villar, director de la unidad docente de la penitenciaría de A Lama, para darles clase cara a cara. Algunos le tildan de temerario. "Yo no lo haría", asegura un compañero.

Villar se lo toma con más naturalidad: "A lo mejor han hecho cosas terribles, pero en el trato directo y cotidiano reaccionan muy bien". Entre sus alumnos, están por ejemplo algunos de los condenados por los atentados del 11-M que, "más allá de lo que hayan hecho, tienen muy buen comportamiento".

En el módulo de drogodependientes, luchan por aprender y rehabilitarse
Un profesor imparte clases cara a cara a los presos más peligrosos
"Llegamos descontrolados", asume un recién llegado a las aulas
"En el trato diario su comportamiento es bueno", dice el director del centro
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La labor con estos presos y la que realizan los profesores, educadores, psicólogos y funcionarios de la prisión en el módulo de drogodependientes, le ha valido al Centro Público de Educación de Adultos del Penal de A Lama, el premio Miguel Hernández del Ministerio de Educación.

El galardón reconoce el mérito de "eliminar desigualdades" y formar en una situación a priori complicada. Pero si el módulo de aislamiento puede resultar un entorno hostil -aunque el profesor lo desmiente-, el de toxicómanos parece lleno de gente entregada a la rehabilitación. Una veintena de ellos reciben a este periódico en un aula dispuestos a contar su día a día y a admitir el problema común que todos ellos intentan superar: "La droga".

Son internos que acceden voluntariamente al módulo. Eso supone renunciar a la droga, acceder a un tratamiento médico y a uno social. Tienen el día entero completamente planificado. No paran desde las siete de la mañana hasta las siete de la tarde, cuando intercalan las clases para sacarse la ESO, talleres, terapias, deporte.

Una de las bases, según cuentan los educadores, es dar a los internos responsabilidad. Se tienen que encargar de sus habitaciones, de la comida, de los talleres, incluso tienen que asumir compromisos en las clases si pueden ayudar a sus compañeros.

José Manuel, de 35 años, es un apasionado de las matemáticas. Lleva más de una década en prisión y ha descubierto que el tiempo encarcelado le puede servir para algo. Aunque reconoce que en el colegio era muy vago, cuando accedió al módulo de drogodependientes le cogió el gusto a la enseñanza y hace tutorías de matemáticas para el resto de sus compañeros. Ahora asegura que no tiene en la mente el día de su salida. "Estoy a gusto, haciendo algo con mi vida y tratando de poner remedio a un problema grave", asume.

Él ya lleva tiempo en el módulo. Según los progresos que hacen y las responsabilidades que son capaces de asumir, van subiendo de "fase". Incluso en sus caras se llega a notar si son de la fase 0, recién llegados, o de fase 3, el nivel más avanzado. Miguel explica las diferencias: "Al principio aprendemos autocontrol, porque solemos ser muy impulsivos y hay que atajar la agresividad. Más adelante nos centramos en las habilidades sociales; analizas qué te llevó a consumir, prevenimos recaídas, situaciones de riesgo, hacemos salidas terapéuticas". Una de ellas consiste en ir a institutos a contar a chavales de entre 14 y 16 años las consecuencias de la droga de primera mano.

Las conoce Carlos, aunque todavía no ha llegado a la fase de las salidas. Lleva algo más de un mes y reconoce que le cuesta salir de la fase 0. "Llegamos un poco descontrolados. Hay quien justo antes de eso estaba en la calle delinquiendo y es difícil coger una rutina, incluso hábitos de higiene para algunos", relata.

Por eso, en el módulo hacen hincapié en una rutina que solo se abandona los domingos. Se levantan a las siete y media de la mañana, se duchan, hacen la cama, bajan al comedor, se preparan el desayuno y pasan a las tutorías. Allí, con los terapeutas, analizan cada día los problemas y las sensaciones en pequeños grupos. Después hay tres horas de escuela, donde cada uno va avanzando según su nivel. Manuel Martínez, jefe de estudios y profesor de este módulo, es realista: "Aquí la media de aprobados está por debajo de la del resto de la cárcel, pero no sólo se trata de sacar notas".

Después de la clase, hay taller -de cuero, de cerámica, de madera, de hilo, de marquetería- o terapia en función del grupo; deporte, según lo que cada día les apetece y el tiempo permite; comida; un pequeño descanso y más de lo mismo: talleres, terapias, tutorías, clases de informática, de mecanografía, hasta que vuelven a las celdas pasadas las siete de la tarde.

En contraste con la actividad frenética de este módulo, los de aislamiento apenas pasan dos o tres horas al día fuera de sus celdas. Buena parte de ellas para dar clase, que se convierte también en una forma de mantener la salud mental de los internos.

Presos del módulo de drogodependientes, en el aula de la prisión de A Lama.
Presos del módulo de drogodependientes, en el aula de la prisión de A Lama.ANXO IGLESIAS

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Sobre la firma

Pablo Linde
Escribe en EL PAÍS desde 2007 y está especializado en temas sanitarios y de salud. Ha cubierto la pandemia del coronavirus, escrito dos libros y ganado algunos premios en su área. Antes se dedicó varios años al periodismo local en Andalucía.

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