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Columna
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Statu quo

Volvemos a la normalidad. Es lo que se me ocurre tras los resultados de las elecciones catalanas. Se pueden hacer múltiples lecturas de ellos según combinemos siglas, criterios, deseos y franjas temporales: dominio del centro-derecha, ascenso del soberanismo, incluso retroceso de ambas tendencias, inicio de un cambio de ciclo, etcétera. Todas ellas pueden ser acertadas, pero lo que en mi opinión sancionan estas elecciones es la superación del revuelo. Hubo un oasis, seguramente ficticio, pero que supuso una garantía de estabilidad política no ya para Cataluña, sino para España, durante los dos últimos decenios del pasado siglo, años delicados y años decisivos para la consolidación de nuestro sistema democrático, años en los que se produjo también una alternancia en el poder sin que acarreara excesivos quebrantos.

Garantizado su poder en Cataluña, CiU era siempre la bisagra que aseguraba la estabilidad de los sucesivos Gobiernos centrales, y lo hizo incluso con un partido político, el PP, que le había manifestado previamente su hostilidad sin tapujos. Pero esa idílica situación comienza a quebrarse con el cambio de siglo. Son los años del revuelo de los nacionalismos periféricos -Pacto de Lizarra, Declaración de Barcelona, ascenso del BNG, despegue explosivo de Esquerra, etcétera-, revuelo cuyas causas convendría analizar para evitar que se repita. Son también los años de las declaraciones audaces -soberanismos, independentismos- por partidos políticos que hasta entonces las habían mantenido en sordina, declaraciones que ahora mismo persisten y que enturbian la realidad, velándola con un perfil que no le corresponde. Una de las conclusiones que se están extrayendo de estas elecciones es la del avance del nacionalismo, lo que es cierto si las comparamos con las anteriores, pero no si lo hacemos con la serie histórica, que tiene su pico nacionalista más alto en 1992, año en que CiU y Esquerra obtienen el 54,1% de los votos, y su pico más bajo en 1999 -46,4%-, mientras que en las actuales los dos partidos mencionados más el SI de Laporta obtienen el 48,75%.

La realidad es pertinaz, y nuestra realidad política deriva de la Transición y del pacto constitucional, en el que los nacionalismos históricos, de forma activa como el catalán, y no tan activa como el vasco, también participaron. Nuestra peculiar organización política hace además que esos partidos muestren su propensión a la gobernación como si la llevaran impresa en su ADN, de ahí que resulte tan difícil desbancarlos. Es legítimo, y hasta necesario, hacerlo, pero no con revuelo. Para ello se necesitan una dirección y unos criterios claros: una concepción definida del país que se quiere gobernar, la capacidad para transmitirla a los ciudadanos e involucrarlos en ella, y una absoluta falta de complejos, y de mimetismos maximizadotes, respecto a aquellos a quienes se ha desbancado. Es lo que, al menos desde fuera, hemos echado en falta en la Cataluña reciente.

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