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Columna
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No parece

Rosa Montero

De todos los excesos garbanceros que han florecido a diestro y siniestro en la campaña de las elecciones catalanas, el más chusco ha sido el descubrimiento de unas lonas con fotografías de simpatizantes del PSC. Las encontraron los de CiU en los trasteros del Palau, y enseguida acusaron al PSC de tener preparados decorados para simular un lleno total en su mitin. Cosa que los socialistas negaron, claro está. Las lonas no se usaron, porque todavía llevaban los protectores puestos. Pero lo cierto es que no consigo imaginar qué otro fin podrían tener esas grandes fotos sino el de llenar los agujeros de las gradas, en caso de pinchazo de público. Es un viejo truco de mercadotecnia, y ya se sabe que hoy en día los mítines no tienen más sentido que el de ser spots publicitarios. Si has asistido a algún acto de este tipo, probablemente habrás visto cómo un pobre político se eternizaba sobre el escenario, diciendo tonterías y haciendo tiempo, hasta que, de repente, era expulsado del estrado a toda prisa para dejar paso al líder de la campaña, que salía como un huracán y empezaba a soltar frases briosas porque los informativos de televisión acababan de conectar. En su origen, los mítines tenían otro sentido, servían para informar y para convencer, porque a menudo se celebraban en entornos hostiles. Pero ahora los asistentes a los mítines son una hinchada fiel que se presta a servir de puro relleno. Claro que acudir también tiene sus compensaciones: mayormente, el pelotazo de autocomplacencia de sentirse juntos y gritones. Resumiendo: los mítines fomentan el parloteo inane; además cultivan los peores instintos de la gente, a saber, la reafirmación berroqueña en lo estupendos que ellos son y el desdén cerril del oponente; y, por último, como ha demostrado el lío de las lonas, son unos actos tan artificiales que hasta unos forillos falsos podrían funcionar igual. O sea, no parece la mejor manera de hacer política.

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